domingo, 17 de abril de 2022

Fruta prohibida

 

muerdo

tu carnosidad rojiza

 

me devolvés dulzura

 

tus jugos caen

salvajes

coloridos

 

te devoro

con placer

entera

 

disfruto

 

después veré dónde

ubicar

la traición

 

estabas reservada para otro

en la heladera

miércoles, 13 de abril de 2022

La camarera

 

Ella era una artista pero tenía que ganarse el mango. Era su primer día de trabajo en el restaurante. Estaba muy nerviosa. Le preocupaba no acordarse de lo que le pidieran y que los clientes se enojaran. No entendía cómo hacían los mozos para recordar los pedidos, algunos ni anotaban. Más miedo le daba que se le cayera una bandeja. O peor, que se le cayera sobre un cliente. El horror.

Le explicaron todo rápido y de mala manera. Cómo era el tema de las comandas. El restaurante tenía siete comandas: comida, bebida, postres, tortas, vinos, tragos, cafetería. Pensó que nunca iba a ser capaz de manejar todo eso. La transpiración hacía que se le pegara la ropa al cuerpo. El delantal encima de la ropa no ayudaba.

Sin darle tiempo a procesar toda la información, la mandaron al ruedo.

Primero, a fajinar.

—¿A qué? —Preguntó. “Fajinar” le sonaba a ponerse un cinturón sobre las bombachas de gaucho. Le encantaban los gauchos y todo lo que tuviera que ver con el folclore.

—¿Entendiste lo que te dije?

—Perdón, ¿me podés repetir? —tenía que prestar atención, pensó. También pensó en ir a una peña a la salida del trabajo.

—Le tenés que pasar un trapo con alcohol a todos los utensilios que lavaron anoche antes de ponerlos en las mesas.

Estaba en medio de esa labor. No era esa la tarea de una camarera, pensaba, no terminaba más. Así nunca iba a atender gente. La paga era una miseria, pero le habían dicho que las propinas eran buenas. ¿Y eso que tiene que ver? pensó cuando le dijeron exactamente eso: “el sueldo no es gran cosa pero la gente da buenas propinas”.

—Dejá, Luisa te reemplaza, andá a poner las tostadas a hornear— le dijo una compañera.

Mejor, estaba harta de fajinar.

Entró a la cocina y se arrepintió de haberse alegrado. Una mesa del largo de la pared más larga llena de tostaditas la esperaba. El horno, como un dragón a punto de incendiarlo todo, ya estaba prendido. Tenía que pasarle a cada tostada un pincel con aceite de oliva y orégano y ponerla en una bandeja, y así con todas. Eran muchísimas. Sentía la mirada de los cocineros, que no la ayudaban. Al contrario, se reían de ella. No alevosamente, pero sí como para que se diera cuenta de que notaban su torpeza y lentitud. Es que era muy prolija y obsesiva, le prestaba atención a untar bien cada tostada. Eso le llevaba tiempo. Meter las fuentes de tostadas en el horno sin quemarse ni que ninguna chispa la alcanzara fue toda una proeza. Y que las tostadas le salieran doraditas, crocantes por fuera y blandas por dentro, hizo que se ganara el aplauso de los que estaban en la cocina.

Bajó al salón contenta. Nerviosa de tener que atender a la gente, pero al fin iba a poder ganar algún dinero extra con las tan prometidas propinas.

—¿Cómo que recién bajás? —le preguntó el dueño—¿Qué hiciste todo este tiempo?

—Horneé las tostadas.

—Ah, no. No me servís. Andate.

Cuando entendió lo que acababa de ocurrir, pasó por la caja a cobrar su primer y único día de trabajo y se fue.

Por lo menos zafé de atender a la gente, pensó.

Se acordó de las propinas que el dueño del restaurant no le había dejado ganar.

Andate a la concha de tu madre, vos y tus tostaditas, también pensó.

martes, 12 de abril de 2022

La pirita

 La fila interminable no avanzaba ni un milímetro. Valeria hacía cuentas, poco dinero le quedaba. Si lograba llegar al final de la espera, lo que significaba una cuadra y media de cola, la indemnización por despido iba a ayudarla a tirar unos meses más. En la cara de los que hacían la fila junto con ella veía la misma desesperación que seguramente se reflejaba en su cara.

Se le acercó una chica, que venía hablando con todos los que estaban ahí, bien vestida y arreglada, con la seguridad de la que todavía tiene trabajo.
—Voy chequeando que tengas todo, para ir ganando tiempo.
A Valeria le causó gracia su forma de hablar, con tantos gerundios. Muy verbosa, pensó. Se rió de ella misma. Tantos títulos, tanto estudio y la que estaba en la fila para cobrar una indemnización por despido era ella, pese a que evitaba los gerundios como si fueran la muerte misma.
—No tiene nada que ver con vos. Vos trabajás muy bien. Pero no podemos tener tantos empleados en este momento. Lamentamos tener que tomar esta decisión— le había dicho su jefe.
“Reducción de personal” es el término correcto, pensó, pero no se lo dijo.
—¿Trajiste el DNI? —le preguntó la chica.
Vale se lo mostró.
—¿La constancia de los años que trabajaste ahí?
—Acá está.
—Tenés fotocopia de todo, ¿no?
—Sí.
—¿Telegrama de despido?
—También.
—¿Últimos seis recibos de sueldo?
—Me dijeron que trajera los tres últimos recibos de sueldo.
—No, son los seis últimos.
—Uh, hace dos horas que estoy acá.
—El tema es que todavía tenés para un rato, y encima cuando llegues no vas a poder hacer el trámite.
—Pero la otra vez que vine y me faltaba la constancia me dijeron que eran tres los recibos de sueldo.
—Son seis¬— le dijo, y siguió con la persona que venía atrás en la fila.
Vale empezó a transpirar. La gente y los autos desaparecieron. Estaba ella sola, el asfalto la sostenía y se la tragaba, todo era negro asfalto. Se dio cuenta de que estaba en el medio de la calle y tambaleándose se subio a la vereda. Carraspeó. No voy a llorar, pensó.
—¿Te puedo dar algo? — la voz la sobresaltó. Era una mujer que le ofrecía una bolsita roja, chiquita.
—Gracias, pero no consumo.
La chica se rió de la ignorancia de Vale sobre el tema.
—Abrilo, te va a ayudar— le dijo.
A Vale se le cortó la respiración, era un collar hermoso.
—Es una piedra, se llama pirita, ¿la conocés?
Vale negó con la cabeza.
—La pirita, la piedra de la guita—le explicó, mientras hacía con las manos el signo plata, mientras remarcaba la palabra “guita”.
Vale no creía en esas cosas, pero el collar era precioso.
—Gracias. No sé tu nombre.
—Valeria Garnuchi soy.
—Yo también me llamo Valeria.
—Suerte.
Ya se le terminaba la plata de la indemnización que finalmente cobró. Había tomado la costumbre de tener la pirita en la mano todo el tiempo, le gustaba agarrarla y después dejarla en el pecho colgando de la cadena que la sostenía. Con pocas esperanzas fue a una entrevista laboral.
—Qué raro— le dijo una amiga cuando le contó que la habían contratado—¿tu trabajo consiste en estar en las redes sociales y te van a pagar por eso?
—A mí también me parece raro, pero tampoco tengo otra cosa. Además, ya estoy un montón en las redes sociales. Y gratis.
Varios departamentos y viajes después, Vale era experta en redes sociales, podía rastrear a quien quisiera. Tenía seguidores y detractores. Cuanto más lograba que la gente interactuara con ella, ya fuera para aplaudirla o abuchearla o discutir con ella, más le pagaban.
La pirita seguía ahí y Vale era feliz de tenerla. Siempre recordaba y agradecía a Valeria Garnuchi, su hada protectora, su melliza de nombre. Quería agradecerle, invitarla a un crucero, regalarle una casa.
La buscó en Facebook y para su sorpresa no la pudo encontrar.
Tampoco en Instagram ni en Twitter. En Linkedin, nada. Ni en Google. Rarísimo. Hasta dudó de la existencia de la mujer que le había regalado la pirita. Pero la piedra estaba ahí. No podía haberlo soñado.
Con toda su experticia nunca se le ocurrió que Valeria Garnuchi no figuraba en ningún lado con su nombre real sino con el de Val Gar.
Nunca la encontró.