muerdo
tu carnosidad rojiza
me devolvés dulzura
tus jugos caen
salvajes
coloridos
te devoro
con placer
entera
disfruto
después veré dónde
ubicar
la traición
estabas reservada
para otro
en la heladera
muerdo
tu carnosidad rojiza
me devolvés dulzura
tus jugos caen
salvajes
coloridos
te devoro
con placer
entera
disfruto
después veré dónde
ubicar
la traición
estabas reservada
para otro
en la heladera
Ella era una
artista pero tenía que ganarse el mango. Era su primer día de trabajo en el
restaurante. Estaba muy nerviosa. Le preocupaba no acordarse de lo que le
pidieran y que los clientes se enojaran. No entendía cómo hacían los mozos para
recordar los pedidos, algunos ni anotaban. Más miedo le daba que se le cayera
una bandeja. O peor, que se le cayera sobre un cliente. El horror.
Le explicaron todo
rápido y de mala manera. Cómo era el tema de las comandas. El restaurante tenía
siete comandas: comida, bebida, postres, tortas, vinos, tragos, cafetería.
Pensó que nunca iba a ser capaz de manejar todo eso. La transpiración hacía que
se le pegara la ropa al cuerpo. El delantal encima de la ropa no ayudaba.
Sin darle tiempo
a procesar toda la información, la mandaron al ruedo.
Primero, a
fajinar.
—¿A qué? —Preguntó. “Fajinar” le sonaba a
ponerse un cinturón sobre las bombachas de gaucho. Le encantaban los gauchos y
todo lo que tuviera que ver con el folclore.
—¿Entendiste lo que te dije?
—Perdón, ¿me podés repetir? —tenía que
prestar atención, pensó. También pensó en ir a una peña a la salida del
trabajo.
—Le tenés que pasar un trapo con alcohol a
todos los utensilios que lavaron anoche antes de ponerlos en las mesas.
Estaba en medio de esa labor. No era esa la tarea de una camarera,
pensaba, no terminaba más. Así nunca iba a atender gente. La paga era una
miseria, pero le habían dicho que las propinas eran buenas. ¿Y eso que tiene que ver? pensó cuando
le dijeron exactamente eso: “el sueldo no es gran cosa pero la gente da buenas
propinas”.
—Dejá, Luisa te reemplaza, andá a poner las
tostadas a hornear— le dijo una compañera.
Mejor, estaba harta de fajinar.
Entró a la cocina y se arrepintió de haberse
alegrado. Una mesa del largo de la pared más larga llena de tostaditas la
esperaba. El horno, como un dragón a punto de incendiarlo todo, ya estaba
prendido. Tenía que pasarle a cada tostada un pincel con aceite de oliva y
orégano y ponerla en una bandeja, y así con todas. Eran muchísimas. Sentía la
mirada de los cocineros, que no la ayudaban. Al contrario, se reían de ella. No
alevosamente, pero sí como para que se diera cuenta de que notaban su torpeza y
lentitud. Es que era muy prolija y obsesiva, le prestaba atención a untar bien
cada tostada. Eso le llevaba tiempo. Meter las fuentes de tostadas en el horno
sin quemarse ni que ninguna chispa la alcanzara fue toda una proeza. Y que las
tostadas le salieran doraditas, crocantes por fuera y blandas por dentro, hizo
que se ganara el aplauso de los que estaban en la cocina.
Bajó al salón contenta. Nerviosa de tener que
atender a la gente, pero al fin iba a poder ganar algún dinero extra con las
tan prometidas propinas.
—¿Cómo que recién bajás? —le preguntó el
dueño—¿Qué hiciste todo este tiempo?
—Horneé las tostadas.
—Ah, no. No me servís. Andate.
Cuando entendió lo que acababa de ocurrir,
pasó por la caja a cobrar su primer y único día de trabajo y se fue.
Por
lo menos zafé de atender a la gente,
pensó.
Se acordó de las propinas que el dueño del
restaurant no le había dejado ganar.
Andate
a la concha de tu madre, vos y tus tostaditas,
también pensó.
La fila interminable no avanzaba ni un milímetro. Valeria hacía cuentas, poco dinero le quedaba. Si lograba llegar al final de la espera, lo que significaba una cuadra y media de cola, la indemnización por despido iba a ayudarla a tirar unos meses más. En la cara de los que hacían la fila junto con ella veía la misma desesperación que seguramente se reflejaba en su cara.