Mi hermano estaba destinado a
grandes cosas. Desde chico era el admirado por mis padres por sus salidas
ingeniosas.
Cuando a mí me preguntaban que
quería ser de grande, mi respuesta era algo tan común como maestra y, un poco
más osado, actriz. Logré las dos cosas, así que podría considerarme alguien que
cumplió sus objetivos en la vida.
Mi hermano iba a ser magnate. Mis padres
festejaban entusiasmados a su exitoso descendiente que los iba a llenar de
yates y mansiones. Por supuesto, no es un magnate, pero eso no quita que esa
palabra era mencionada en cada reunión familiar y con amigos. Todos reían y
festejaban esa ocurrencia. Ningún otro niño que ellos conocieran tenía planes
tan ambiciosos para su futuro.
No me acuerdo cuántos años
tendría, supongo que cinco y mi hermano tres cuando nos fuimos de vacaciones a
Altántida, en Uruguay. También fue un matrimonio amigo de mis padres, que tenía una hija de cuatro, Elena.
Era una época en la que pasaba el lechero y nosotros podíamos jugar
en la calle mientras nuestros padres dormían la siesta tranquilos. Se nos
ocurrió la gran aventura de dar una vuelta a la manzana. ¿Qué podía salir mal?
Como la mayor y más experimentada, tomé las riendas del asunto y me puse a
guiar a los pequeños. Si hoy en día me desoriento en la calle, imaginen a los
cinco años en un lugar desconocido. Cuando llegamos a la esquina, no sabía qué
dirección tomar, las dos calles que se cruzaban me parecían un desierto enorme
y desolado. Agarré para donde me pareció que teníamos que ir. Nos perdimos.
Parece que mientras Elena y yo llorábamos desconsoladamente pensando que
nunca más íbamos a ver a nuestras familias, mi
hermano nos decía: “no lloren, chicas, que no estamos perdidos, estamos
en la calle”.
Esa es la versión de mis padres
de la que descreo, porque ¿cómo saben lo que cuentan si no estaban con nosotros?
Lo atribuyo más a la misma ilusión que les hacía que su hijo quisiera ser magnate.
También cuentan que mi mamá veía
venir al lechero en bicicleta con mi hermano en la parte de atrás. Se ve que se
iba y llegaba solo al pueblo. Mi mamá ni se daba cuenta hasta que lo veía llegar muy contento en el cajoncito con
las botellas de leche.
Él era el aventurero, el héroe
que rescataba a su amiga y a su hermana, mayores, el futuro magnate.
Hasta ahí lo que sé de ese verano
en Atlántida. En esa época nuestras vacaciones duraban de diciembre a febrero.
Qué tiempos aquellos.
A partir de mis seis años
empezamos a ir todos los veranos a Villa Gesell. Y ahí dijo otra de sus frases célebres.
Villa Gesell tiene una iglesia
chiquita en las calles 4 y Buenos Aires. Un domingo paseábamos con el auto y al
ver la fila que se hacía para entrar, exclamó: “¡Qué buen negocio esta
iNglesia!”
Costó tener ese hermano en el que
estaban puestas todas las expectativas. Ni hace falta decir que a mí no me
ponían ninguna ficha. Hoy, que finalmente logramos tener una relación de pares,
sé que para él tampoco fue fácil sostener ese personaje exitoso que mis padres
habían imaginado.
Cuando me casé, en contra de mis
suegros que proponían a los gritos Mendoza, nos fuimos a Villa Gesell, que era
mi sueño.
Nacieron los chicos y siguiendo
la tradición de mi familia de origen, seguimos veraneando ahí, pero ahora una
semana o dos como mucho. Los tiempos han cambiado.
Cuando me separé no pensé que iba
a volver tan pronto. Al año conocí a mi novio, que es viudo y también veraneaba
con su familia ahí. Por esas cosas de la química planificamos un viaje
enseguida de conocernos. Dijimos: Gesell, ¿por qué no? Eso sí, a ninguna de las
casas que alquilábamos antes con nuestras respectivas familias. Y hacia allá
partimos, nosotros y nuestros recuerdos a flor de piel. Cada uno con su duelo,
aunque sean duelos muy diferentes; sabemos acompañarnos. Caminamos por la
playa, salimos a comer y también cocinamos. Y por supuesto pasamos por la
iNglesia, que estaba cerrada ese día. Le
tengo que avisar a mi hermano que no era tan buen negocio. Aunque supongo que
ya lo sabe.