martes, 30 de junio de 2020

A su barco le llamó libertad

Se despertó sin ganas de hablarle.

Tantos años de soportar palabras hirientes, celos infundados, y controles casi policíacos, habían logrado esa anestesia sentimental, esa indiferencia, ese no querer decirle ya más nada.

La epifanía  cayó como un rayo, fulminante.

Agarró algunas de sus cosas, pocas,  y se marchó.  

Un auto con los parlantes a todo volumen pasó por al lado: "y a su barco le llamó libertad"

José Luis Perales le daba su bendición.

lunes, 29 de junio de 2020

Escribires y traducires

Desde que empezó la cuarentena, me dediqué a escribir sin parar. Lo tenía como una asignatura pendiente y decidí que esta situación era el mejor momento para saber si la química funcionaba. Así fue como relatos personales, otros inventados, adornados algunos, quedaron flotando en algún lugar de la nube. Hasta alguna poesía también, ante mi asombro. Descubrí personajes que jamás me hubiera imaginado que estaban en mí. Encontré en este espacio un alivio para mis días. Sentí el entretenimiento y el goce de buscar la palabra precisa, el adjetivo justo. Leí en voz alta, escuché el ritmo que marcaban mis textos. Y descubrí que lo disfruto mucho.

Hoy estuve haciendo lo mismo, pero con las palabras de otra persona. Ya lo había intentado antes, durante esta cuarentena, pero no podía. No me podía concentrar en transmitir lo que otro había escrito. Se ve que necesitaba encontrar mis propias palabras a lo que estaba viviendo. Hoy, por un hecho fortuito, totalmente ajeno a mi voluntad,  se dio la posibilidad de retomar un proyecto que ya consideraba perdido. Así que puse manos a la obra, con la adrenalina a pleno. Y las palabras salieron a borbotones, como si las escribiera yo, como si todo este tiempo de mirar ese texto y sentir el vacío de no poder transmitirlo, en realidad hubiera sido una preparación para lo que estaba por venir. Y salió como una cascada. Con el mismo ritmo y las mismas sensaciones que me transmitió su bella autora cuando lo leí. Fue raro volver a apropiarme de un texto ajeno. Sentir ese respeto reverencial ante una obra escrita por otra persona, un texto bellísimo, que hoy por fin me animé a tocar sin temor a arruinarlo, sintiendo que de ese encuentro podía salir algo tan bello como el original. Hacía mucho que no me pasaba. Sentí el placer de siempre. El que me llevó a transitar estos caminos de sensaciones a través de la palabra. El goce de encontrar el equivalente adecuado. La palabra que resuena en el cuerpo y hace eco en el corazón.

Hoy traduje un cuento. Y ya no me importó más nada de lo que fuera a pasar después.      Fui feliz.

Y descubrí que puedo tener dos grandes amores.


sábado, 27 de junio de 2020

Falta de inspiración


La desesperación lo estaba llevando al plagio, tuvo miedo de que el remedio fuese peor que la enfermedad. Además de que en este caso no era un remedio, sino un delito. No se le ocurría nada. Ni una idea nacía de su otrora frondoso cerebro. Nada. Había oído hablar del miedo a la página en blanco. Pero nunca le había ocurrido. Sabía que tenía que tomárselo con calma, que ya iba a pasar. Hacía como un mes que no escribía. La angustia estaba por ganar la batalla.


Podía escribir sobre eso, es más, quería hacerlo. Las imágenes se negaban a salir. Las palabras se escapaban cuando quería describir ese sentimiento. La idea de buscar en internet sustantivos y adjetivos que colocaran con falta de inspiración lo alivió, creyó haber encontrado la solución. All tiempo se dio cuenta de que lo único que lograba era adentrarse en el mar de información cibernética y perder el foco. Siempre aparecía un artículo interesante sobre la vida de algún escritor que lo entretenía más que lo que tenía que hacer.


Tampoco es que tuviera que hacer nada. Solo escribir, nada más. Ni nada menos. Extrañaba el fluir armonioso de las teclas sonando imparables, esa melodía que hacían sus dedos cuando el cerebro les daba las órdenes precisas. Después solo era cuestión de releer y corregir, modificar palabras, recortar textos. Siempre quedaba conforme:  la idea, los silencios, y la cadencia del texto. Todo eso se había perdido, no sabía si para siempre. El hecho de que lo mismo les hubiera pasado a otros no le servía. Esta vez le pasaba a él. Y era horrible. Una sensación rara.


No era desesperación, propiamente dicha, aunque también había algo de eso. Era más bien la sensación de que tendría que tener ganas de algo que no salía. Que no pasaba. Sabía que había ejercicios para eso, pero como nunca los había necesitado no  los conocía. Intentó escribir a pesar de todo, eso había escuchado, que escribiera igual, que no dejará de hacerlo; las frases salieron trilladas, sin brillo ni estilo alguno. Empezaba a leer lo que había escrito y se aburría al instante. Eso también era algo nuevo para él, nunca había descartado nada que hubiese escrito. Una vez le pasó que guardó para sí un texto, no se atrevió a publicarlo. Pero esto era nuevo, esa sensación de vacío de ideas.


Pensó en tomarse unos vinitos. Paladeó el cabernet con fruición. Y abrió el Word decidido a ver los efectos del alcohol en su escritura. No hubo caso, el tinto no logró que la tinta acariciase airosa el papel. Fue más bien un arrastrarse de palabras toscas. 


Las Musas parecían haber perdido su dirección, porque hacía rato que no venían, ni siquiera una visita de cortesía, un toco y me voy. Un haiku. Un poema breve. Nada.


Sabía que muchos escritores habían tenido una vida disipada, un cóctel de drogas y mujeres. Pero siempre fue de la idea de que eran genios a pesar de sus adicciones, no que las adicciones llevaban a la genialidad. La prudencia le aconsejó abstenerse de probar con eso, y él le hizo caso.


Agotado de darle tantas vueltas al asunto y en vista del poco éxito obtenido, decidió probar en Tinder sus habilidades con la palabra , con la ilusión de que al día siguiente, si todo iba bien, podría escribir algo.

jueves, 25 de junio de 2020

La plaquita (segunda y última parte)

        Ayer fue mi segunda y definitiva visita a la dentista. Todo un evento, porque fui con una amiga. Me preparé: campera y barbijo, y partí a encontrarme con Cármen en Dorrego y Corrientes. Mi marido aprovechó la volada para pedirme que a la vuelta comprara piedritas para la gata. Y quedamos que cuando volviera le mandaba mensaje para que mi hijo nos interceptara en Corrientes y Dorrego, changuito en mano, para ir a buscar la vianda de la escuela. Toda una aventura.

            Llegando a la esquina de la cita, vi venir a Cármen. Nos saludamos con el codo y partimos hacia nuestra caminata. Corrientes llena de gente. Esta vez el camino se me hizo más corto, no hay como una buena charla con una amiga para que el tiempo pase más contento. Cármen me había propuesto volver por la vereda de enfrente, porque tenía que sacar plata del banco. Le dije que sí.

Llegamos temprano a la dentista, así que le mandé mensaje por si ya estaba libre y me podía atender. Me contestó que todavía no había llegado. Ahí fue cuando vimos un Banco Nación enfrente. La fila era inmensa. Cármen partió hacia allí y yo me quedé esperando a la médica, la superheroína portadora de la plaquita de mi felicidad.

            Llegó. Subimos. Ceremonia de desinfección. Prueba de plaquita. La sentí distinta y más tarde, ya en casa, descubriría por qué: es más cortita, no me llega a las encías, queda a mitad de los dientes. Por lo tanto, creo que no va a molestarme en el futuro. Ese descubrimiento me produce un aleluya mental. Como me dijera alguien en su momento: vamos a ponerle fichas esta vez. Es de plástico duro. La dentista me dijo que las blanditas no sirven para nada. Mi mente se llenó de doble sentidos que guardé para mí, por supuesto. Tuve de las dos: duras y blandas. De las plaquitas hablo. Y hasta rompí una. La dura. Paradojas plaqueanas. Un diente la perforó. De todas maneras, la seguí usando hasta que me cansé de ella. La abandoné, así, rota, en un cajón. Seguramente la tiré en algún momento. O la perdí, fiel a mi arraigada costumbre de perder cosas.

            Terminó la prueba y me fui. Con la plaquita puesta, para sorpresa de la dentista y de Cármen cuando me vio. Mi amiga todavía estaba en la fila del banco. La acompañé y cuando sacó la plata nos volvimos caminando. Al rato, me la saqué a través del barbijo y la guarde en la flamante cajita naranja con la que venía. El combo es con la cajita.

            Al llegar a Juan B. Justo llamé al comando de casa para que mi hijo saliera con el changuito a nuestro encuentro. Vimos un bazar chino. Había pantuflas. Hacían juego con mi piyama. Ideal para el estilo negligé de la cuarentena. Antes muerta que sencilla. Me las compré.

            Mi hijo estaba enojado, porque con la compra de pantuflas nos demoramos y nos tuvo que esperar unos eternos cinco minutos.

            Yo me enojé porque no había almorzado y habíamos quedado que mi hijo traía unas empanadas y se habían olvidado. Le mandé whatsapp a mi marido. Su respuesta fue: "perdón, me olvidé. Agarrate algo de la vianda".

            Enfilamos para la escuela. Nos despedimos de Cármen en su casa. Mi amiga salvadora me dio una manzana y una banana, para que no desfalleciera ahí mismo. Mi hijo quedó en volver pronto, a jugar con el hijo de Cármen, compañero de la primaria. La manzana me devolvió el humor. La banana se la comió a la noche mi hija de postre.

            Agarré la vianda, tres bolsas pesadísimas sobre la mesa, listas para llevar sin que haya intercambio humano alguno.

            Comenté con la directora lo hermoso que había estado el acto de la promesa a la bandera online. Al ver a mi hijo, egresado de esa escuela, repitió el "qué grande que está, si lo veo en la calle no lo reconozco" de rigor, de cada vez que vamos a buscar la vianda. Tiene razón, el pibe aumenta su altura a velocidad crucero. Agarró el changuito, le agradecí a la directora, y nos fuimos.

            Pasamos por lo de Cármen otra vez. Los dos adolescentes pasearon al perro y yo seguí hablando con mi amiga, que siempre hay tema. Sobre todo ahora, que nos vemos solo en estas ocasiones, y las aprovechamos como si fueran oro.

            Seguimos hasta casa. Me abalancé sobre las empanadas. La aventura había durado casi tres horas. Por supuesto, fiel a mi estilo, me olvidé de comprar las piedritas para la gata. Mostré la plaquita a la familia. Le saqué una foto y  la guardé en el cajón.

            Estaba ansiosa por estrenarla. Sentí que esta vez podía ser. Sentía que los dientes no lograban juntarse, salvo que yo lo intentara. Las pocas veces que me desperté durante la noche, sentí el mar de mi boca en calma absoluta. Las olas de saliva no habían invadido la plaquita. Todo en orden. Mi marido dice que me escuchó, pero que se quedó tranquilo de que estaba con la plaquita puesta. Yo le creo, aunque ni me enteré. Y eso, para los que saben de qué hablo, vale oro. Mi cara de descansada esta mañana reflejaba las maravillas que puede lograr algo tan chiquito y transparente.

            Después tuve un día de mierda, hasta me peleé con un grupo de adultos que se copiaron en un parcial. Gente grande. Discutidora, además. Un sacerdocio. El zoom me altera incluso cuando todo fluye bien, ni hablar en estas situaciones. Mi cara ya no goza la lozanía con la que empecé el día. Pero ese ya es otro tema.

 

miércoles, 24 de junio de 2020

LASMALASPALABRASTRABADAS

Texto escrito junto con Nelson Silva

No exagero cuando digo que conozco un caso que aún hoy la ciencia no puede explicar: así como cuando alguien nace sin conciencia de clase, Lilí había nacido sin insultos. Según estadísticas brindadas por la OMS, una de cada cuarenta millones de personas sufre esta patología, y le tocó a mi amiga.

Al principio nadie se daba cuenta, hasta que, en el jardín, la carencia de insultos en Lilí era el tema en todas las reuniones. No era normal, todos los niños habían empezado a decir sus primeros "puta madle". Los padres de Lilí empezaron a preocuparse

Ya en la primaria, sin que hubieran logrado que emitiera un solo insulto en su vida, decidieron consultar a una médica pediatra especialista en niños que no insultan: una insultiatra. Como no había médicos que se dedicaran a esta enfermedad en nuestro país, contactaron a la Dra. Concha Delmar, que viajó desde Madrid a Buenos Aires. Lo primero que les propuso fue juntarla con los chicos más salvajes de la escuela, a ver si aprendía de ellos. Jamás hubieran imaginado lo que pasó: estas pobres criaturas, luego de hacerse amigos de Lilí, dejaron de insultar, contagiados por su enfermedad. Las maestras se quejaron, porque al no tener que suspender sus lecciones por mal comportamiento, las horas cátedra se les hacían eternas, no sabían qué temas dar. Amenazaron a los padres de Lilí: “Esta chica aprende a insultar, o tendremos que echarla de la escuela, antes de que este terrible mal se propague a otros grados también".

Los padres estaban desesperados; no sabían qué hacer con esa niña.

La adolescencia de la joven se les presentó como la gran oportunidad: si no lograban que insultara en esa etapa de la vida, estarían perdidos. Probaron ser los padres más pesados, no la dejaban salir, ni juntarse con amigos. De tener un novio, ni hablar. La obligaban a estudiar a toda hora. Lilí obedecía.

Consultaron a una especialista en insultos para adolescentes: una insultóloga multilingüe. Después de varias sesiones con la joven, no encontró la forma de que insultara en idioma alguno. Decidió renunciar ante el primer gran fracaso de su vida.

Los padres se preguntaban qué habían hecho mal, en qué habían fallado. Había que llegar al GPS que pudiera hacerle encontrar la forma de transitar las calles del habla impura por fuera de la ciencia médica. Pensaron en pegarle un tiro en la pierna, para que reaccionara sin que esto implicase dañarla demasiado. Desecharon la idea al no ponerse de acuerdo en quién haría el disparo. Hasta consultaron a un fonoaudiólogo, para ver si era un problema de su aparato fonador, que no le permitía emitir juntos los sonidos de una buena puteada. Les dijo que se quedaran tranquilos, que ya iba a insultar. Así que, esperanzados, descartaron la idea de viajar a la provincia de Salta y arrojarla sobre una mata de cardones. Lilí tenía más de 20 años en ese momento, su boca permanecía virgen de malas palabras.

Yo temía que fuese como un volcán en erupción, que un día, en vez de lava, nos tapase con puteadas a todos los que estábamos cerca. Para estudiar bien a fondo el tema y poder ayudar a mi amiga, investigué. Encontré todas las variantes: agravio, injuria, ofensa, ultraje, improperio, denuesto. Practiqué todas las formas posibles de insultarla: adoquina, pazguata, alfeñique, imberbe, mastuerza, mentecata, majadera, cenutria, zoqueta. Una noche se las dije todas, con bronca porque ella no reaccionaba. ¡Me enojaba que no apreciara mis intentos de ayuda! Los insultos que le proferí sonaban genuinos. Veía que mi amiga quería responder, no había caso: las malas palabras se trababan antes de salir de su boca, como el molinete de la estación con la SUBE sin carga. Ya sin fuerzas, me fui a casa rumiando mi derrota. Mi madre me vio tan mal que me dijo: “No te preocupes por esa chica. Todos estos años de haberle ofrendado insultos, no habrán sido en vano. Cuando menos lo esperes, te vas a sorprender: ¡va a putear cuando sea el momento adecuado, vas a ver!”. ¡Una sabia mi madre!

El día que conoció a su marido, fue instantáneo. Lilí había ido a una fiesta invitada por una amiga. No le habían dicho que era una celebración elegante. Ella estaba con unos jeans rotos y el pelo sin arreglar. De repente lo vio y quiso que la tierra se la tragara: “¡Mierda!” dijo. No se reconoció la voz. ¡Su primer insulto! Nunca mierda había sido tan mierda como esa vez. No podía parar, estaba en éxtasis: ¡La reconcha de tu madre, Silvia! ¿Cómo no me avisaste, pelotuda? ¡Garca del orto! ¡Hay un tipo que la rompe y yo con esta facha de imbécil!” Él quedó flechado por sus modales de camionero, sintió que era el trailer perfecto para ella. Ni se imaginó que había sido él quien despertó a la bestia salvaje que había en Lilí. Esa noche se fueron juntos. Pudo conocer a una mujer desatada como potro en el festival de Jesús María. La ropa fue lo que menos les importó. Fue un encuentro sexual muy sucio, colmado de palabras soeces. Quedaron tan enamorados que nunca se separaron a partir de esa noche.

Sin embargo, nos quedaba siempre una terrorífica preocupación, un monstruo que aparecía hasta en los sueños, un terrible ruido en la cabeza, como de habitación de al lado de un albergue transitorio con paredes de Durlock. Por supuesto, nunca se la transmitimos a mi amiga para no empañar su felicidad.

Una noche impensada, llegó el alivio: reunidos en casa, unas palabras inesperadas irrumpieron cual barrabravas de Chacarita: “¡la concha de la lora!”, se escuchó decir, cortando el ambiente cordial con la guillotina del verbo. Por un segundo los presentes sentimos una tensión de aire comprimido irrespirable, como un estornudo en la cola del Rapipago. Mientras mi amiga estaba roja de vergüenza, a los demás nos volvió la respiración: el autor de la cita literaria había sido su pequeñísimo hijo. Suspiramos aliviados: la deficiencia insúltica no era una enfermedad hereditaria.

viernes, 19 de junio de 2020

La plaquita


          Ayer salí. A la dentista. Una de las delicias que me trajo esta cuarentena es que de noche aprieto los dientes. Bruxismo, se llama. Tampoco es cuestión de echarle toda la culpa a la cuarentena, porque lo hacía de antes. De hecho, venía retrasando hacerme la famosa plaquita, por motivos de pura pijotería. Además de que ya tuve plaquitas en su debido momento. Conozco todo el proceso. La primera noche,  la sensación es increíble . Las siguientes, está bueno, pero no es como al principio. Con el tiempo, despertarme junto a la plaquita es una pesadilla. La boca llena de baba. El agregado de tener que cepillar la plaquita cuando me lavo los dientes, porque si no apesta. La siento en la encías. Juego con la lengua a sacármela y volverla a su lugar, obsesionada en la molestia.  Hasta que queda olvidada en algún cajón. Pasa el tiempo otra vez, e ilusa de mí, creo que la próxima plaquita va a ser "la plaquita" con la que seremos felices y comeremos perdices.
            En eso estaba con la dentista, cuando la cuarentena interrumpió todos los nuevos amores, incluido el mío. Como todavía no me había lanzado a sus brazos, o mejor dicho, no había lanzado mis dientes a su armazón de plástico, no me importó tanto.
            La cuarentena avanzó y los dolores de cabeza y de boca al despertar se hicieron cada vez más intensos. Un par de veces mi marido me despertó a la noche impresionado por el ruido que hacía con los dientes. Seguía resistiendo. Plaquita, no pasarás.
            A diferencia de otras personas que tienen una gran necesidad de salir, yo estoy con lo que llaman el síndrome de la cabaña. O sea, estoy muy cómoda en mi casa, hago todo desde la computadora mientras tomo mate en pijama. El hecho de haber engordado no me afecta si nadie ajeno a mi familia me ve. Y renuncié a ver si me entra o no un jean. Para qué, si el pijama se estira cómplice de mi nuevo estilo negligé. Será patético, pero es la gloria.
            El día que desperté y sentí que mis dientes estaban más chiquitos, como hundidos en las encías me di cuenta de que era el momento. Le mandé mensaje a la dentista rogando que me contestara que no atendía, que cómo se me ocurre, que estamos en pandemia. Mis plegarias no fueron escuchadas y ayer me encontré vestida y con barbijo, pronta a caminar las treinta cuadras hasta su consultorio. Porque colectivo ni loca y de paso hago ejercicio.  Encima hacía un calor de la ostia. No me gusta el calor. Ya empezamos mal.
            Salí a la calle tratando de no hiperventilar. A las pocas cuadras, me relajé. Empecé a caminar más tranquila. De frente venía un señor con perro y barbijo. Lo miré para calcular hacia qué lado dirigirme y respetar la distancia social. El señor me dijo algo a través del barbijo. No le entendí. Noté esa mirada que todas conocemos bien, esa mirada de perro en celo. El perro, paradójicamente, estaba normal. ¡El señor me había dicho un piropo! ¡Con el barbijo puesto! ¡Mientras paseaba al perro! Me tensioné otra vez. La cabeza me empezó a dar vueltas y mi sentido del humor salió de nuevo en mi rescate. Pensé que debería felicitarlo por decirme algo en el estado calamitoso en el que salí. Además estaba con el barbijo yo también. ¿Qué me vio? ¿Este cuerpo voluptuoso? ¿Este jogging sensual? ¿Este pelo desprolijo? ¿Esta blancura de muerte que tengo de no ver el sol?          Confirmé mi teoría de que en realidad nada de eso importaba, que su necesidad de decir una boludez iba más allá de mí. Seguí mi camino.
            A las pocas cuadras, vi a una señora que parecía descompuesta. Una señora grande. Otro señor que vendía no me acuerdo qué, sentado en la vereda, también la miraba. Le pregunté si sabía si la señora estaba bien. Me miró sin contestarme. De nuevo esa mirada. Intensa. Me miraba y no decía nada. Yo esperaba una respuesta. Su cara se transformó en una mueca obscena. Quedé paralizada. El calor me subió al cuerpo. Una mezcla de vergüenza y bronca. Una conciencia de mi cuerpo gordo, ganas de que la tierra me tragara ahí mismo.. No quería dejar a la señora librada a su suerte por culpa de un pajero. No lo pude resistir.  Seguí de largo. ¡Será de Dios! Me había olvidado de cuántos pelotudos andan por la calle.
            Creo que lo hacen a propósito. Si no, no se explica. No se puede ser tan patético sin entrenar. Pienso en todo lo que nos falta, todavía.
Mientras caminaba me dije a mí misma: se va a caer. Y seguí mi camino.
            La visita a la dentista no pasó de ser como cualquier visita a la dentista. La ceremonia de desinfección, como todas las ceremonias de desinfección cada vez que entro a un supermercado o a mi casa, cuando vuelvo de alguna de esas "jodas locas", como llamo a estas salidas necesarias. Planazo, como nos reímos entre amigas.
            A la vuelta no tuve inconvenientes, por suerte. Caminé tranquila.
            La dentista ya tiene un bello molde de mis dientes. La semana que viene me toca ir otra vez. A buscar mi plaquita.