Ayer fue mi segunda y
definitiva visita a la dentista. Todo un evento, porque fui con una amiga. Me
preparé: campera y barbijo, y partí a encontrarme con Cármen en Dorrego y
Corrientes. Mi marido aprovechó la volada para pedirme que a la vuelta comprara
piedritas para la gata. Y quedamos que cuando volviera le mandaba mensaje para
que mi hijo nos interceptara en Corrientes y Dorrego, changuito en mano, para
ir a buscar la vianda de la escuela. Toda una aventura.
Llegando a la esquina de la cita, vi venir a Cármen. Nos
saludamos con el codo y partimos hacia nuestra caminata. Corrientes llena de
gente. Esta vez el camino se me hizo más corto, no hay como una buena charla
con una amiga para que el tiempo pase más contento. Cármen me había propuesto
volver por la vereda de enfrente, porque tenía que sacar plata del banco. Le
dije que sí.
Llegamos temprano a la
dentista, así que le mandé mensaje por si ya estaba libre y me podía atender.
Me contestó que todavía no había llegado. Ahí fue cuando vimos un Banco Nación
enfrente. La fila era inmensa. Cármen partió hacia allí y yo me quedé esperando
a la médica, la superheroína portadora de la plaquita de mi felicidad.
Llegó. Subimos. Ceremonia de desinfección. Prueba de
plaquita. La sentí distinta y más tarde, ya en casa, descubriría por qué: es
más cortita, no me llega a las encías, queda a mitad de los dientes. Por lo
tanto, creo que no va a molestarme en el futuro. Ese descubrimiento me produce
un aleluya mental. Como me dijera alguien en su momento: vamos a ponerle fichas
esta vez. Es de plástico duro. La dentista me dijo que las blanditas no sirven
para nada. Mi mente se llenó de doble sentidos que guardé para mí, por
supuesto. Tuve de las dos: duras y blandas. De las plaquitas hablo. Y hasta
rompí una. La dura. Paradojas plaqueanas. Un diente la perforó. De todas
maneras, la seguí usando hasta que me cansé de ella. La abandoné, así, rota, en
un cajón. Seguramente la tiré en algún momento. O la perdí, fiel a mi arraigada
costumbre de perder cosas.
Terminó la prueba y me fui. Con la plaquita puesta, para
sorpresa de la dentista y de Cármen cuando me vio. Mi amiga todavía estaba en
la fila del banco. La acompañé y cuando sacó la plata nos volvimos caminando. Al
rato, me la saqué a través del barbijo y la guarde en la flamante cajita
naranja con la que venía. El combo es con la cajita.
Al llegar a Juan B. Justo llamé al comando de casa para
que mi hijo saliera con el changuito a nuestro encuentro. Vimos un bazar chino.
Había pantuflas. Hacían juego con mi piyama. Ideal para el estilo negligé de la
cuarentena. Antes muerta que sencilla. Me las compré.
Mi hijo estaba enojado, porque con la compra de pantuflas
nos demoramos y nos tuvo que esperar unos eternos cinco minutos.
Yo me enojé porque no había almorzado y habíamos quedado
que mi hijo traía unas empanadas y se habían olvidado. Le mandé whatsapp a mi
marido. Su respuesta fue: "perdón, me olvidé. Agarrate algo de la
vianda".
Enfilamos para la escuela. Nos despedimos de Cármen en su
casa. Mi amiga salvadora me dio una manzana y una banana, para que no
desfalleciera ahí mismo. Mi hijo quedó en volver pronto, a jugar con el hijo de
Cármen, compañero de la primaria. La manzana me devolvió el humor. La banana se
la comió a la noche mi hija de postre.
Agarré la vianda, tres bolsas pesadísimas sobre la mesa,
listas para llevar sin que haya intercambio humano alguno.
Comenté con la directora lo hermoso que había estado el
acto de la promesa a la bandera online. Al ver a mi hijo, egresado de esa
escuela, repitió el "qué grande que está, si lo veo en la calle no lo
reconozco" de rigor, de cada vez que vamos a buscar la vianda. Tiene
razón, el pibe aumenta su altura a velocidad crucero. Agarró el changuito, le
agradecí a la directora, y nos fuimos.
Pasamos por lo de Cármen otra vez. Los dos adolescentes
pasearon al perro y yo seguí hablando con mi amiga, que siempre hay tema. Sobre
todo ahora, que nos vemos solo en estas ocasiones, y las aprovechamos como si
fueran oro.
Seguimos hasta casa. Me abalancé sobre las empanadas. La
aventura había durado casi tres horas. Por supuesto, fiel a mi estilo, me olvidé de
comprar las piedritas para la gata. Mostré la plaquita a la familia. Le saqué
una foto y la guardé en el cajón.
Estaba ansiosa por estrenarla. Sentí que esta vez podía
ser. Sentía que los dientes no lograban juntarse, salvo que yo lo intentara.
Las pocas veces que me desperté durante la noche, sentí el mar de mi boca en
calma absoluta. Las olas de saliva no habían invadido la plaquita. Todo en
orden. Mi marido dice que me escuchó, pero que se quedó tranquilo de que estaba
con la plaquita puesta. Yo le creo, aunque ni me enteré. Y eso, para los que
saben de qué hablo, vale oro. Mi cara de descansada esta mañana reflejaba las
maravillas que puede lograr algo tan chiquito y transparente.
Después tuve un día de mierda, hasta me peleé con un
grupo de adultos que se copiaron en un parcial. Gente grande. Discutidora,
además. Un sacerdocio. El zoom me altera incluso cuando todo fluye bien, ni
hablar en estas situaciones. Mi cara ya no goza la lozanía con la que empecé el
día. Pero ese ya es otro tema.