martes, 27 de octubre de 2020

El cisne

 

Enseguida regaló todas sus cosas, vació la habitación casi al día siguiente y se hizo su estudio ahí.

El insomnio la visitaba todas las noches, así que prendía la computadora y leía cuentos.

Había una vez una chica que tenía una caperuza roja, por eso todos la llamaban caperucita.

La madre fue a despertarla, para que le llevara una canasta de comida a la abuelita. Pensaba en los consejos que le iba a dar para que se cuidara en el bosque.

Mejor hago la Claringrilla, pensó.

Los días transcurrían todos iguales. La rutina la mantenía entretenida.

El problema eran las noches.

Había una vez dos niños que se llamaban Hansel y Gretel. Los padres querían deshacerse de ellos, pero Hansel era muy astuto y fue tirando migas de pan por el camino para después poder regresar. No tuvo en cuenta a los pájaros, que se comieron las migas de pan. Los niños se perdieron en el bosque.

Voy a probar con leche y miel, dicen que relaja.

El día la encuentra dormida sobre el escritorio. Quince llamadas perdidas de su madre.

Mensaje: “no podés seguir así, nena, te paso el teléfono de la psicóloga que la ayudó a la Marta cuando pasó por lo mismo que vos, llamala. Y a mí también llamame, nena, que estoy preocupada”.

Pobre mamá, también era su nieto.

Había una vez un patito que era distinto a los demás, por eso sus hermanos no querían jugar con él.

Pensó en ese cuento, quizás no se lo había leído lo suficiente. Si Hernán, su nene, su bebé,  hubiera sabido el cisne en el que se iba a convertir…

Mejor pruebo con otro cuento.

La noche siguiente, antes de empezar a escribir, decidió mirar su casilla de mails. Había un mail de Roberto, desde hacía varios días.

Roberto era un papá del grado. Le escribía para ofrecerle sus condolencias y con la propuesta de armar una asociación antibullying para defender a chicos como Hernán. No pudo terminar de leer. No hizo la Claringrilla. No tomó leche con miel. .

Asociación El Cisne, pensó; no estaba mal.

Durmió profundo toda la noche.

 

sábado, 24 de octubre de 2020

Mi amiga estaba equivocada

 

A mis 14 años me vi atacada por un desborde hormonal que no sabía cómo manejar. Vivía entre el miedo y el asombro, todo lo masculino se me hacía amenazante y a la vez me atraía como la miel a las moscas. Bueno, no sé si esa es la metáfora más adecuada, pero se entiende, supongo. Los hombres me daban miedo, pero también me atraían de una forma que mi cuerpo recién desarrollado no lograba comprender. De repente, todos me parecían hermosos. Mi mente todavía niña transformaba lo que hoy denominaría una calentura feroz en una historia de amor, con casamiento e hijos incluidos. No importaba que la persona en cuestión estuviera casada, fuera un profesor o un amigo de mi papá. Todos entraban en la categoría “garchables”, pero esas palabras ni pasaban por mi cabeza en ese momento. Sí por mi cuerpo, claro está. No lograba entender ni manejar lo que me pasaba. Tampoco sabía a quién recurrir. En la escuela, donde los prejuicios estaban a la orden del día, no podía contar con mis amigas, tan reprimidas como yo. Con mis padres, menos todavía.

En medio de ese vértigo de sensaciones, nos fuimos de vacaciones al mar. Ahí lo conocí, era un año más chico que yo, y bien feo. Pero feo de verdad. No podía creer mi suerte. Quería tener un amigo del que no me fuera a enamorar, y él era perfecto.

Empezamos a salir de noche. Volvíamos tarde. Al día siguiente, nuestros padres nos despertaban para ir a la playa. Llegábamos y nos tirábamos en la arena de la carpa a seguir durmiendo, por supuesto. Si no dábamos más. Fueron los primeros encontronazos con mis padres, pequeños desacuerdos que irían creciendo a medida que crecíamos todos.

Mi cuerpo me daba mucha vergüenza. Usaba un buzo y un pantalón arriba de la malla, que me sacaba solo para ir al agua. Iba cubierta con una toalla, que me sacaba solo para meterme al mar, y me volvía a poner en cuanto salía.¨

Encima, había ido a una peluquería a cortarme el pelo, me habían hecho un desastre: un entresacado horrendo. Tengo pelo ondulado, el entresacado me lo infla mal. Mi mamá, una dulce, me decía “Medusa”.

Todo esto a él no parecía importarle. Se sentaba siempre al lado mío. Caminábamos juntos. De a poco empecé a maldecir mi suerte. Me estaba empezando a gustar. Cada vez más. Las miradas eran cada vez más intensas. No lo podía creer. ¡Estaba poseída, no se salvaba uno! Después de varios amagues que no llegaron a término lo que sí llegó a término fueron las vacaciones.

Pasó a ser el amor de mi vida inmediatamente. La persona con la que yo iba a debutar (porque ya a esa altura las fantasías sexuales estaban a la orden del día), casarme, tener hijos y envejecer juntos. Que no lo viera más era un detalle. Él era para mí. Lo único estable que logré tener en esa época en la que mi vida se desmoronó completamente. Las relaciones con mis padres se pusieron cada vez más densas. Mi mente adolescente era un infierno en plena ebullición.

Empecé a tener mis primeros novios, que duraban lo que duran los novios a esa edad. Ante cada ruptura, él volvía a mis fantasías. Pasaban los años y yo seguía pensando qué pasaría si lo volviera a ver. Mis amigas ya estaban hartas de ese amor que era el leit motiv de mi vida. Una vez una me dijo: “¡vas a estar casada y con hijos y vas a seguir enamorada de él!”. Nos tentamos. De la risa pasé al llanto. Sentía que mi vida era una mierda y mi situación, patética. Enamorada de alguien que nunca fue, que ni siquiera sabía si alguna vez había estado enamorado de mí, que ni siquiera estaba al tanto de lo que yo sentía.

Finalmente, tuve dos encuentros casuales con él: el primero, fui a patinar a Palermo con una amiga. Cuando nos volvíamos, me lo crucé. Yo, toda chivada, despeinada, con los patines en la mano. Él llevaba un bebé en un cochecito. Me dijo que era médico. Me reí como una boluda. Me miró con lástima y cada uno siguió su camino. Cuando llegué a mi casa, estallé en una carcajada al recordar el encuentro. Me bañé y salí a cenar con el que hoy es mi marido.

La segunda vez fue en la fila del banco. Yo estaba con mi marido. Los presenté. Le pregunté algo tan pelotudo como “¿seguís siendo médico?”. Esta vez tuve dos miradas masculinas sintiendo pena por mí. Cuando nos fuimos, mi marido me preguntó: “¿fue novio tuyo?”. Le contesté: “yo quise, pero nunca ocurrió”. Nos besamos. Supe que mi amiga estaba equivocada.

martes, 20 de octubre de 2020

Lucía

“A todo individuo le sigue una sombra (…) Si las tendencias reprimidas de la sombra no fueran más que malas, no habría problema alguno. Pero, de ordinario, la sombra es tan sólo mezquina, inadecuada y molesta, y no absolutamente mala”.

Carl Gustav Jung. Psicología y religión

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo, y porque Lucía, lo sé, a pesar de haberse obligado a transitar todo un proceso de deconstrucción, nunca podrá olvidarse de lo que pasó.

Olga había trabajado en lo de los padres de Lucía desde que ella nació. Era como su segunda madre, que tuvo el tupé de casarse e irse a vivira Tucumán. Era tucumana.

Lucía no recuerda el nombre de la persona que sus padres contrataron en reemplazo, también con cama adentro. Sí recuerda que era negra y que tenía unas caderas tan enormes como sus tetas. Hablaba suavecito, como cantando. Era de Santo Domingo.

A Lucía se le mezclan los recuerdos, no termina de acomodar cómo fueron los acontecimientos.

Había obreros en la casa, seguramente contratados por sus padres. Su madre la llama y le dice a uno de ellos:

-          Repetile lo que me acabás de decir a mí.

-          Le dije a su mamá que usted es muy linda, pero que está un poco gordita.

Lucía no sabe qué contestar ni qué sentir.

En la cocina, la empleada le está cocinando papas fritas, que sabe que le encantan.

-          A Olga le salían mejor- dice Lucía, pero se las come igual.

Lucía la odia, no sabe por qué. Le da ternura también. Cuando la escucha en su pieza contestarle al televisor. Le da tristeza la historia de la pobre dominicana, que quería ir a Estados Unidos y terminó en Argentina, estafada, y en la casa de una nena caprichosa que no se la hace más fácil. Sus hijos quedaron en Santo Domingo y ella no puede volver porque no tiene plata.

Están en la cocina, el obrero se acerca a Lucía, le pellizca el rollito que se le hace en la espalda y le dice en el oído “gordita”. Lucía no entiende qué pasa, pero tiene miedo.

Todos los días arregla para ir a lo de alguna amiga. No quiere que el obrero se le vuelva a acercar. O invita amigas a su casa para burlarse de la dominicana.

Ven una mancha en la alfombra y Lucía le reprocha a la empleada que está sucia.

-          No es un sucio, es un quemado- responde la empleada.

Ellas se ríen y la imitan: “no es un sucio, es un quemado”.

Lucía ve al obrero que sonríe. Su mamá habrá salido, como siempre. Algo se le pasa por la cabeza, pero el pensamiento se va.

La dominicana pela choclos. Les tiene terror a los gusanos. Lucía le acaricia el cuello por atrás, simulando ser un gusano. La dominicana inmensa se cae al piso. Se va a llorar a su pieza.

Lucía está fuera de sí, frenéticamente feliz con el sufrimiento de la otra. La idea se le termina de formar. Sabe que es dar un paso sin retorno, que la vida no va a ser igual después, pero no puede volver atrás. Con un gesto invita al obrero a la pieza de la dominicana.

-          ¡Lucía! ¿Qué pasa? - fue lo último que le escuché decir antes de cerrar la puerta.

 Me acuerdo de todo, sus gritos de dolor, la cara con la que me miró después. No me puedo acordar su nombre. 

lunes, 19 de octubre de 2020

Hoy soy hija

 

Hice un video de meditación guiada. Cortito. Siete minutos. Después hice otro. Después otro más. Quise hacer uno de treinta y cinco minutos pero me cansé. Tampoco la pavada. Lo apagué. No sé cuánto tiempo estuve acostada, meditando. Sin que nadie me llamara, ni me necesitara, ni nada.

A la noche me acosté a leer. Nadie me habló. Cuando quise hablé por teléfono. Cuando quise apagué la luz.

Hoy trabajé mucho. Un Zoom por aquí, un Meet por allá. Y un Hangout, más largo, que baja y se pierde.

A la tarde dormí siesta y seguí trabajando. Hablé con mi familia por teléfono. Están bárbaro. Y yo también.

En unos días seguramente los empezaré a extrañar. Hoy disfruto la tranquilidad de estar acá. Hoy disfruto a mi madre, a quien no veía desde el año pasado. Este año la operaron, y no la pude ver. Este año el hermano, mi tío, tuvo Covid y ella tuvo que hacer aislamiento. Por suerte los dos están bien. Tan bien que nos empezó a contar, a mi hermano y a mí, que otros hijos sí visitan a sus padres que viven lejos. Mi hermano, siempre más astuto que yo, cortó por lo sano y le dijo: “preguntales cómo hacen”. Mi madre no perdió tiempo. Al rato teníamos un audio de cinco minutos de la hija de una amiga, en el que nos explicaba, como si fuéramos mi madre, cómo sacar el permiso.

En unos días volveré con mi familia. Volveré a hacer todo interrumpido por tareas de la escuela, peleas de hermanos y charlas con marido.

Hoy soy hija.

martes, 13 de octubre de 2020

Estúpido

Miró el celular, cinco mensajes seguidos:

“Qué fue lo que ocurrió?”

“Qué hizo cambiar la dirección del timón?”

“Fui yo?”

“Por qué no existen los grises?”

“Por qué tengo angustia?”

Se quedó dura. No pudo seguir trabajando. Se había jurado que si le llegaba a escribir no le iba a contestar.

“Hola, sos vos el que no escribe más”.

Estúpida, pensó. Ya no daba borrar el mensaje. Otra vez esclava de las dos rayitas azules. Otra vez obsesionada con el celular, sin poder trabajar, ni estudiar, ni vivir, ni nada. Estúpida.

Mensaje de whatsapp. Se le paró el corazón. Era del grupo de la
primaria. Alguien mandaba un meme que decía algo así como que los amigos de la primaria eran los primeros amigos de verdad. Empezaron a llegar los jajaja, jijij, buenísimo, sí, tal cual. Los primeros amigos de verdad, y los últimos, pensó ella con ganas de mandar a todo el grupo a la mierda.

Lavó los platos. Miró el celular. Nada. Se concentró en el informe urgente que le habían pedido de la oficina. El caso que siempre había querido y que finalmente le habían dado. Casi se lo quitan por no avanzar con eso, por estar distraída todo el tiempo con el celular. Estúpida. Se fijó si había algún mensaje. Nada. Justo cuando lograba seguir adelante con la investigación, sintió otro beep. Trató de concentrarse en el informe, no iba a caer otra vez, debían ser los boludos de la primaria, que se ve que no tienen otra cosa que hacer que contestar boludeces a un meme boludo. No. No iba a mirar el celular, de ninguna manera.

“Mentira”.

No le contestes. No le contestes. Como hace él siempre. Seguí con
el informe.

“Verdad. Solo me respondés si te escribo”.

Listo. Ahora sí se ganó el diploma de peluda. Adiós informe. Otra vez enganchada en el chat con él.

“Siempre fue así”.

“Vos cambiaste”.

Ah, bueno. Lo que faltaba.

“Bueno, podés escribir vos también, no?”

Listo. Ni lo vio. Lo de siempre.

Se pone a trabajar enojada. El informe sobre el aumento de casos de Covid-19 en la empresa. El nombre de Elsa Berenger, entre ellos. La llama por teléfono. Hace años que no se ven. Se ponen al día. Elsa está bien por suerte. Le agarró leve. Cuelgan con la promesa de verse en cuanto Elsa se recupere. La misma promesa que se repiten hace años. Espera que esta vez sí se cumpla.

“Antes siempre querías verme. Ya no”.

Es un chiste. No lo puede creer. Decide jugarse el todo por el todo.

“Sigo queriendo verte”.

Listo. Ya lo dijo.

Él responde al instante.

“Cuándo?”

Ella termina el informe. Le quedó redondito. Se lo manda a su jefa. Toma un café con el licor que más le gusta. Lo saborea. Se acuesta a leer la novela que tiene abandonada hace varios días. Después de un rato, apaga el celular y se duerme.