miércoles, 30 de septiembre de 2020

Los novios

 

Mirá, Cata, yo no te voy a decir que lo que hice estuvo bien, no, para nada. Pero ellos estuvieron mucho peor. Se merecen la cárcel más que yo. Si, ya sé que ellos también están en la cárcel. Y está muy bien. Pero a mis 52 años, estar acá, como si fuera una delincuente. Yo, que siempre fui una señora. Siempre pensé que estos malos entendidos les pasaban a otros, ¿viste? Pero esta vez me tocó a mí. Qué se le va a hacer.

Dicen que los documentos que firmamos son una locura, pero yo creí que eran serios, Cata, actué de buena fe. Nunca pensé ser estafada de esta forma. Delito de proposición para cometer un asesinato. Hasta parece un mal chiste. Si no fuera porque estoy acá.

Soy la víctima, Cata. Nunca pensé que Jorge, mi Jorge, se fuera a ir con el dinero que Esperancita y yo le habíamos dado, Cata. 60000 euros le dimos. Era una inversión segura, me juró Jorge. Claro, segura para él, que se las tomó con nuestro dinero. Por eso cuando Juan Carlos, el novio de Esperancita, nos dijo que era miembro de la inteligencia española, nos caímos de culo, imagínate. Nos pidió que no lo contáramos a nadie, que era un secreto de estado. También nos dijo que conocía a un sicario profesional, que podía encargarse de Jorge, matarlo y que podíamos vender sus órganos en el mercado negro. Ni lo dudé, imagínate. Recuperábamos nuestro dinero con solo darle a Juan Carlos 7000 euros. Era un negoción. Nos vengábamos del cabrón estafador y recuperábamos lo que Jorge nos había robado. Nos pareció justo.

El contrato parecía serio, Cata. Hasta decía que Juan Carlos era teniente coronel experto en disciplinas como tiro de combate, artes milenarias e interrogatorios. Decía que hablaba 22 idiomas. Ahí tendría que haber desconfiado, porque cuando se iba decía “me voy de mi madre” o “pienso de que”. Entre otras cosas. Ahí me tendría que haber dado cuenta, pero pensé que podía ser que hablara 22 idiomas tan mal como el castellano. Podría ser, ¿no, Cata? Digo, no tenía por qué desconfiar. Con la cara de perdedor de Juan Carlos, ¿quién lo hubiera dicho? También leí que tenía “1.897 objetivos abatidos, 524 capturados, 352 misiones efectuadas y 46 medallas obtenidas”. Ya me estaba entusiasmando con que se casara con Esperancita, con eso te digo todo.

El documento detallaba el procedimiento a la perfección.  El sicario iba a entrar a la casa de Jorge por la noche y le iba a dar una inyección letal, pero muy dolorosa. Porque nuestra idea era que sufriera, por lo que nos había hecho, pero que no se le arruinara ningún órgano, así los podíamos cotizar bien. Lástima que fumaba y tomaba mucho a veces. Juan Carlos nos dijo que hay gente quisquillosa que te pelea el precio por esos detalles, pero que igual nos convenía. La ganancia iba a ser buena de todas formas.

La cosa es que pasaban los días y Juan Carlos tampoco daba señales de vida. Al principio lo llamábamos y le mandábamos mensajes todo el tiempo. Después nos dimos cuenta de que nos había bloqueado en el whatsapp. Imaginate la bronca que me dio. Me fui directo a denunciarlo a la policía. Sí, Cata, tenés razón, pero me cegué en ese momento, lo único que quería era que fuera a la cárcel como se merecía, por estafarnos. Lo que menos iba a pensar era que también nos iban a meter presas a Esperancita y a mí. Delito de proposición para cometer un asesinato, ni sabía que existía eso. Dice el abogado que el hecho de haber mostrado el contrato fue una estupidez de mi parte, pero que podría hacer que me den menos años de cárcel.

Yo no quiero estar ni un día más acá. No me lo merezco. La vida es muy injusta, Cata, muy injusta.


Destino cruel

Una mano chocó con el termo

Dos manos intentaron

Detener la caída

Sin éxito

El agua caliente

Se volcó sobre el teclado

A borbotones

Imparable

Ardiente

La computadora

No resistió la embestida

Murió

Lágrimas cayeron 

Sobre el río

Entre las teclas

 


viernes, 25 de septiembre de 2020

El tatuaje

 


“No haréis incisiones en vuestra carne por los muertos; ni os haréis tatuaje”. (Levítico 19:28).

 

Desde chica me llamaron la atención los tatuajes. Me quedaba mirándolos fascinada, con una mezcla de admiración y rechazo. La idea de algo tan definitivo no me terminaba de convencer.

 

Mi mamá no solo estaba en contra. Rechazaba de plano la idea. Le preocupaba el hecho de que a su hija no le permitieran ser enterrada en un cementerio judío por el hecho de tener uno. Nunca supe si eso era realmente así, tampoco me preocupaba mucho el tema. En ese momento vivía con mis padres, así que el tatuaje quedaba fuera de toda cuestión.

 

Años después me fui a vivir sola. Una amiga se tatuó el nombre de su marido. Yo no lo podía creer. Si bien tatuarse el nombre del ser amado me parecía un acto demasiado optimista, me fascinaban esas letras en negro que mi amiga tenía ahora en el hombro. El marido, en un amoroso gesto que podría haberse tomado como presagio de la relación, le dijo que estaba loca. Tengo que confesar que nosotras, sus amigas, pensábamos lo mismo. Cuando se separaron, y ante la imposibilidad de sacarse el nombre de encima, cosa que había logrado con el ahora exmarido, se hizo dibujar un tigre que tapara las letras.

 

Con el tiempo, amigas que ni me imaginaba me sorprendían mostrándome cómo habían tomado la decisión que yo postergaba. Una se había hecho un sol en el hombro, otra una tobillera de flores, y otra hasta se había hecho un anillo en un dedo. Los miraba extasiada y a todas les preguntaba lo mismo: ¿duele? Por supuesto, la respuesta dependía de cada persona. Y no lo iba a saber hasta que lo experimentara yo misma.

 

También estaban mis prejuicios, sentía que ya era grande para semejante locura.

 

Mucho antes de la cuarentena tomé la decisión de no teñirme más y dejar mis rulos al viento. Pero cuando iba a la peluquería, ese tiempo de prelibertad, como lo llamo yo, Gabriel, uno de los peluqueros, exhibía tatuajes hasta en los dedos de los pies. Rubén, su pareja, me decía que de grande era mejor, porque uno ya sabía bien qué se quería hacer en la piel, que tenía ideas más claras. Ahí me di cuenta de que nunca había pensado qué ni dónde quería tatuarme. Se ve que tenía que esperar a ser más grande todavía. Si seguía así, iba a terminar tatuándome los nombres de mis nietos. Volví a mi casa sin haber tomado la decisión y oliendo a formol.

 

Otro tema era el precio. Además de mis miedos de que doliera mucho y que no me quedara bien algo que después no se podía sacar, son carísimos. 

 

Un día, una amiga, que ya tenía uno, me mostró otro que le había hecho el hijo. Resulta que el adolescente estaba aprendiendo a tatuar y necesitaba víctimas. El tatuaje que le había hecho a mi amiga era de una prolijidad y buen gusto deliciosos. Solo me cobraba los materiales. Era mi oportunidad.

 

No lo pensé más, y mi familia, que tuvo que aceptar a regañadientes no solo el tatuaje sino que además me lo hiciera un pibe inexperto.

 

Una vez que tomé la decisión, no fue tan fácil la cosa. El adolescente se despertaba después del mediodía y fue complicado coordinar los horarios. Finalmente, lo logramos. Mi amiga me preguntó si no tenía problema en que ella no estuviera. Le dije que no. Y allá fui, a hacerme algo desconocido con una persona con la que no tenía mucho tema de conversación tampoco. Los silencios pesaban como mochila de viaje después de muchas horas. Cada tanto salía un tema trivial, de compromiso, que se terminaba apenas había empezado. Silencio nuevamente. El pibe estaba concentradísimo, trabajaba muy bien, muy prolijo. No lo quería desconcentrar, pero a la vez no sabía qué hacer ni para dónde mirar. Al principio la aguja me hacía cosquillas. Pensé ¿esto era? Con el tiempo, la piel se iba resintiendo y no veía la hora de que terminara de una vez. Me agarró el brazo y revisó a ver si faltaba retocar algo. Yo le dije que así estaba bien. Pero él quería terminar su trabajo de forma profesional. Así que me entregué nuevamente a la tortura leve pero constante. Quedó precioso. Salí aliviada y feliz.

 

Ahora tengo en el cuerpo la flor de loto, que puede crecer y desarrollar su belleza en el medio del lodo.

 

Al tatuaje le falta un retoque. El pibe abandonó su recién estrenado oficio al poco tiempo. Hay alguien que quiere practicar tatuajes, la hija de otra amiga, que me lo va a retocar. También le tengo plena confianza.

 

El otro día tuvimos un Zoom familiar. No sé por qué, salió el tema del judaísmo y los tatuajes. Mi mamá me miró fijo a través de la pantalla. Yo le sostuve la mirada. Me iba a desmutear para responderle y me vi el brazo. No pude evitar la sonrisa que se me apareció en la cara. No le contesté nada.    


viernes, 18 de septiembre de 2020

A tientas

Camino a oscuras por el laberinto.

Tanteo las paredes, el camino.

No hay salida. 

 

Sigo andando, no queda otra que seguir.

Me choco con una pared de piedra,

me desespera no ver el camino.

Golpeo la pared y me duelen los puños.

 

Me asfixia

tanto firulete podrido.

tanta anarquía organizada.

 

Quiero escapar

pero llueven balas

Extraño mi sensatez olvidada..

 

Hoy golpeo paredes.

Hasta que me sangran los nudillos.

Los golpes retumban en mis oídos.

El dolor es insoportable.

 

Imagino dioses que se ríen de mí.

Me quiero acostar, pero el piso no me deja, me empuja para arriba.

En este laberinto no está permitido morir. Ni descansar.

Solo seguir avanzando.

 

La siguiente pared es de musgo, me abrazo a ella.

Es pegajosa y fría. Me resbalo.

Hay vida ahí, me aferro como un borracho a la botella.

Un rayo verde cruza el cielo. Anuncia una tormenta violeta.

Caigo en un pozo haciendo remolinos.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Carta a un vecino

Querido Gabriel:

Seguramente te sorprenderá que te escriba, sobre todo porque ni siquiera sé si te acordás de mí. Lo más probable es que no. Solo yo conservo esta memoria prodigiosa en cuanto a nombres y personas, que hacen que el otro se confunda y piense que hay algún interés más allá de la mera curiosidad por saber fue  de la vida de los demás. Ese mismo interés, que me lleva a googlear a todos los actores de las series que vi en mi infancia para ver qué fue de ellos, es el que me lleva también a escribirte esta carta. Con la salvedad de que vos sí me gustabas. Y no te asombres de que te lo escriba así, es la impunidad de no saber dónde estás, la certeza de que es una carta que nunca vas a leer. No podés decir que no soy inteligente. En realidad, no podés decir nada, ahora que lo pienso.

Vos eras mi vecino a los 14 años. Yo vivía en un primer piso y vos en planta baja. Mi balcón daba a tu patio en una versión moderna de Romeo y Julieta, según mi mente enamoradiza.

Te espiaba. Intentaba ver tu pieza desde mi balcón. Ver qué hacían en tu casa. Hoy lo llamaría un stalking presencial, pero en ese momento no existía ese término.

Cada vez que te veía salir, yo me ofrecía amablemente en casa para hacer las compras o sacar al perro. Saludos. Miradas. Nada más.

Hasta el día en que lo arruiné por completo, por querer ser quien no era.

Tocaron el timbre, cuando abrí, me encontré frente tuyo. Sentí que me desmayaba, no te exagero. Te habías olvidado las llaves de tu casa y no había nadie. Pedías bajar por nuestro balcón. Obvio que te dije que sí. Y vi cómo saltabas y te metías por esa ventana de tu casa que yo espiaba.

No terminé de digerir la emoción cuando sonó el timbre otra vez. En agradecimiento me invitabas a tomar algo. Te pedí unos minutos solo para ir a dar saltitos a mi habitación. Me acomodé el pelo y salimos. No me acuerdo de a dónde fuimos ni qué hablamos. Solo recuerdo que me quise hacer la grande (vos tenías quince, y no quería que pensaras que era una nena), así que me pedí una cerveza. Vos pediste una Coca. Me sentí el ser más boludo del mundo. Ni hoy tomo cerveza si puedo elegir otra cosa. No me gusta mucho el alcohol. Me acuerdo que me preguntaste si tomaba cerveza con frecuencia. Empezaste a mirar tu reloj más seguido. Espero no haber removido algún tema familiar tuyo con ese acto mío tan espontáneamente poco feliz.

Después volvimos a cruzarnos pero nunca más me invitaste a ningún lado. Yo era muy tímida para explicarte lo que te voy a decir ahora: que solo quería impresionarte. Y seguramente lo logré, pero no de la forma que yo quería.

Me gustaría saber qué es de tu vida, pero no para nada en especial sino porque siempre me pregunto por la vida de los demás. Y sobre todo en estos momentos tan difíciles que estamos pasando. Me pregunto si te habrás casado, tenido hijos, un trabajo que te hace feliz. Si serás un tipo piola o un idiota. Hay que evaluar todas las posibilidades, no te ofendas, por favor. Con vos siempre la cago, parece. Se ve que tu presencia, incluso de esta forma, me lleva directo a la metedura de pata. Igual soy medio metepata para qué te voy a mentir. Seguramente vos hoy pedirías cerveza y yo coca light, pero ninguno se asombraría. O yo sabría manejar la situación. Aprendí a convivir con mi torpeza. Hasta la quiero, te diría.

Bueno, Gabriel, creo que ya escribí bastante por ser la primera vez (y la última). Si por alguna de esas casualidades del destino ves esta carta, soy la que sacaba a pasear al perro casualmente justo cuando vos estabas en la calle, la que te prestó su balcón de Julieta para que puedas volver a tu casa, y la que la única vez que invitaste a tomar algo a las dos de la tarde, se pidió una cerveza.

Quiero que sepas que te recuerdo con cariño.

Saludos,


Inexorable

 

Hoy me desperté temprano. Sin que sonara la alarma. Porque sí.

Tengo muchísimo para corregir y poquísimas ganas.

Me hago unos mates y me siento en la mesa de la cocina.

Es la hora de la tranquilidad. Todos duermen en casa.

No escucho música, me gusta el silencio. Como fondo musical está el reloj de la cocina, regalo de uno de los primeros grupos de alumnos que tuve.

Cada tanto se suma el motor de algún auto que pasa.

La gata se acerca a su comida. Me encanta el ruidito que hace con los dientes cuando come.  Cada tanto estornuda. Sí, tengo una gata que estornuda.

Mis vecinos hoy no pelean. O pelearon mientras dormía y ahora están descansando. Tenemos los horarios al revés. Voy a extrañarlos, de alguna manera. Uno se acostumbra a todo.

Bueno, a todo no.

El tic tac del reloj sigue, inexorable.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Todo un arte

 

Primero tengo que lavar los platos. Y descolgar la ropa. Y poner ropa en el lavarropas y prenderlo. Y meterme un rato en facebook. Y en Twitter. Y en Instagram. Y ver si hay alguna otra red social que me estoy perdiendo. No me gusta cocinar, pero la ocasión tal vez amerite aprender a hacer un bizcochuelo de mandarina. Mientras, veo alguna noticia. Otra vez estos pelotudos en el Obelisco, no se puede creer. Mejor apago la tele. Ya fue. No me quiero amargar. Me acomodo el pelo, los anillos. Creo que mis manos necesitan un poco de crema, me pongo. Las huelo. Me pongo aceite de almendras en el pelo también. Ya que estoy, me pongo alguna otra crema en el cuello, un poco de masajes me vendrían bien, además así hace más efecto. Huelo la mezcla de perfumes que tengo encima. Antes de empezar decido hacerme unos mates. Escucho el ruido de la pava eléctrica y no puedo dejar de mirar la luz azul, en realidad miro sin ver, me cuelgo vaya a saber pensando qué. El interruptor de la pava sube, en realidad da un saltito, me avisa que el agua ya está. Ya hirvió. No me importa, yo lo tomo así. Hervido. Lavado. Amargo. Una delicia. Chequeo los mails, el Club de Corredores me avisa la nueva modalidad de las carreras en cuarentena. Hay artículos sobre cómo volver a correr, los leo. Decido que en algún momento tengo que retomar. Pero también me da miedo salir. Así que mejor sigo haciendo gimnasia en casa, que siempre me resultó una utopía, y esta vez no es la excepción. Las clases se alejan como el horizonte, siempre postergadas para algún futuro que nunca llega. Hablando de gimnasia, el mate me dio hambre. Corto un pedazo del bizcochuelo recién salido del horno. Las galletas de arroz se sienten abandonadas otra vez, y van… Me salió riquísimo, no lo puedo creer. Me corto otro pedacito, así, en diminutivo parece menos. No puedo comer y trabajar, porque se llena de migas el teclado. Bueno, ahora sí. Me siento frente a la compu. Uh, ¿ya terminó el lavarropas? Cuelgo la ropa. Ahora sí, esta vez de verdad, se larga. Abro los archivos y las ventanas del navegador que necesito, que son miles. Estoy enfocada. Nada me detendrá. Antes de empezar, reflexiono sobre lo agotador que resulta procrastinar hoy en día.

viernes, 11 de septiembre de 2020

Definitivamente no

            Alguien comenta, con un vaso en la mano, que qué lindo sería volver el tiempo atrás, volver a ser niño y no tener responsabilidades.

Ves el  micro, el parque enorme. Tu hermano chiquito en pelotas saliendo del vestuario. De repente jugás en el parque, no llegás a ver dónde termina y eso te hace llorar. A tu hermano no lo ves más, pero no te llama la atención tampoco. Después comés y todos cantan oé oé salchicha con puré, porque se ve que es eso lo que sirvieron. Hasta te das cuenta de que estás cantando vos también, con todos los demás. Extrañás a tu mamá. No ver a tu hermano no te preocupa. De hecho, te olvidaste de que él también está ahí.

Vas a una especie de calesita. Estás sola. Se acerca un chico más grande. Empieza a girar la calesita, cada vez más rápido. Gritás que pare. No para.

De repente estás en el micro de regreso a casa. Todos cantan chofer apure ese motor, que en esta cafetera nos morimos de calor. Vos también cantás. Mirás por la ventana cómo pasan los edificios. El micro se detiene en el jardín de infantes de tu hermano. Tu mamá te abraza y vos te aferrás a ella. Fuerte. No tenés registro de tu hermano, pero tu mamá no parece preocupada.  

Hoy, a la distancia, te puedo decir que está todo bien, que tu hermano volvió con ustedes y que ese fue tu primer día de la colonia. Que mientras vos llorabas, tus padres creían que hacían algo bueno por vos, para que te divirtieras y jugaras con amigos. Vos preferías quedarte en tu casa, pero nunca pudiste decirlo. Y así pasaste el verano.

Te das cuenta de que todos te están mirando, quieren saber tu opinión. Te vas a buscar un trago.  

martes, 1 de septiembre de 2020

El andén

 

Voy todos los días a un jardín que se llama Pulgarcito. Hay juegos y tengo amigos.

Un día, volvíamos del jardín con Carolina y sus hermanos. No sé por qué ese día me vino a buscar mi mamá. Se ve que Angélica tenía que hacer otras cosas. Mi mamá y la mamá de Caro hablaban sin parar, y nosotras nos trepábamos y saltábamos todos los escalones y bajaditas que había en el camino.

Y llegamos a la estación de tren, que es donde tenemos que doblar porque ya no se puede seguir por ahí, hay que doblar. Con Angélica siempre caminamos por el andén. Me encanta. Pero mi mamá, en lugar de subir al andén, eligió ir por  la vereda de abajo. Le pedí subir y me dijo que no. Seguimos caminando. Yo quería subir, estar bien alto. Caminaba y miraba para arriba, a la gente que esperaba el tren. La siguiente escalera no me aguanté y subí.

De repente estaba donde quería estar. Mi mamá me corría atrás. Empecé a correr yo también. La gente pasaba a mis costados como en los dibujitos cuando se mueven todos rápido. Aunque la que me movía era yo. Rapidísimo. No sé cuánto tiempo estuve así, pero ya no vi más a mi mamá, y dejé de correr. Estaba feliz, caminando por el andén. Caminaba junto con todos los demás, yo sola, ya era grande.

De repente sentí el sacudón en el hombro, casi me caigo al suelo de la fuerza con la que me agarró. Después vino la cachetada y el abrazo.

Yo no entendía nada.