martes, 22 de diciembre de 2020

La Tana y Gabriel

 

La Tana vio el pedido de amistad. El apellido le resultaba familiar. Muy. Pero no lograba sacar de dónde. Se fijó con atención, y también tenía un mensaje de chat de la misma persona. Gabriel, el vecino que tuvo a los 14 años,  había leído su carta y quería contactarse con ella.

Apagó la computadora y se fue a dormir.

Dejó pasar varios días sin decidirse a responder. El dolor de la pérdida del embarazo persistía, una herida que todavía sangraba la mayoría del tiempo. Necesitaba distraerse con algo ajeno a lo que les había pasado. Encima Rulo era un alma en pena y entre los dos potenciaban la depresión. Se inventó todas las excusas, se dijo que hasta le haría bien a la pareja que ella se distrajera un poco. Total, ¿qué mal hacía? Era escribir en un chat nomás, no ir a un telo.

Lo vio conectado. Se decidió.

-Hola, cómo estás?

-Bien, y vos?

-Bien.

No era un comienzo muy brillante que digamos. Vamos, Gabriel, media pila. Vos te contactaste conmigo. Contame algo, chabón, dale.

-Ahora yo también tomo cerveza.

Bueno, vamos mejorando.

-Yo tomo coca light, jajaja

-Jajajaja

-Qué es de tu vida?

-Tranqui, trabajo. Tengo una hija divina.

-Ah.

-Y vos?

-Yo estoy en pareja. Con la pandemia nos fuimos a vivir juntos. Acabo de perder un embarazo.

-Uh, qué bajón!

-Sí.

-Bueno, ya va a venir.

-Tengo 49 años, Gabriel.

-Cierto, yo 52.

-Sí, siempre fuiste más grande que yo, jajaja

-Jajajaj

- Y estás casado?

- Hace 18 años.

- Apa! Y todo bien?

-Tan bien como se puede estar después de estar casado por casi veinte años.

No sabía qué había esperado escuchar. O leer. Pero no era eso. Algo no estaba bien. Se dio cuenta de que no había respuesta posible para Gabriel. Si estaba bien con su esposa, la Tana no se iba a meter a arruinar las cosas, no era su estilo. Pero la idea de estar veinte años con alguien y terminar chateando con otra persona, que no ves hace más de treinta años y con la que tampoco tuviste más que un encuentro frustrado, solo porque esa persona posteó una carta a la que te aferrás como un salvavidas, le pareció patética.

Y en definitiva, eso era lo que estaba haciendo ella también en ese momento.

La epifanía le pegó como un puñetazo en el estómago.

Eliminó a Gabriel de sus amigos.

Decidió que ya estaba bien de batón. Se bañó. Estrenó todos los productos para el pelo que todavía no había abierto desde que volvió del hospital. Se peinó y así, con el pelo todo mojado, le propuso a Rulo salir a caminar. Rulo la miró, asombrado, pero se aprontó enseguida. A la Tana le pareció ver una sonrisa a través del barbijo.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Terremoto

 

Buenos Aires, 1978

    Sentía que se ahogaba. Caía cada vez más hondo y no podía respirar. La despertó su padre.

-         -  ¡Terremoto!- gritó- ¡tenemos que salir a la calle!

Todavía dormida, se levantó de la cama.

-         ¡Por el ascensor no! ¡Bajemos por la escalera!

-            Los vecinos corrían escaleras abajo. Laura y su familia se sumaron al grupo. Se oían llantos y gritos. Algunos bajaban con sus mascotas, lo que sumaba más confusión a la situación ya de por sí confusa. Otros, más materialistas, iban con sus pertenencias a cuestas. Los más valientes, o desesperados, ya en los pisos más bajos, se tiraban por el pasamano de la escalera. Un niño lloraba, solo en un rincón. Laura lo agarró para sacarlo de ahí. El pequeño no quería ir con ella, pedía por su mamá, que apareció justo en ese momento. Había quedado trabada en el tumulto de gente que bajaba apresurada. Salieron todos a la calle. Quedaron parados en medio de la avenida. Era casi madrugada y no pasaban autos a esa hora. Además, las veredas no eran seguras con los edificios que se tambaleaban por la fuerza del sismo. Laura se sentía en el centro de una película de catástrofe.  Escuchaba el griterío general, la angustia de no entender lo que pasaba.

    La mamá la abrazó. Era raro sentir ese calor en medio de tanta incertidumbre. Nadie sabía muy bien qué hacer.

    De repente se hizo silencio. Todos miraron hacia arriba, hacia donde los edificios cortaban el cielo de la mañana. Ya no se movían. Ni rastros del terremoto.

-         Dicen que en Chile fue terrible, se sintió muy fuerte- comentó alguien.

-           -Y sí, si también lo sentimos nosotros, tiene que haber sido tremendo – contestó alguien más. 

    Laura tenía diez años y este era su primer terremoto. En Argentina no pasa casi nunca. Este fue en Chile, y se sintió hasta Buenos Aires.

-           -Bueno, parece que ya pasó – dijo otro.

    El grupo se fue dispersando, cada uno volvía para su casa. Laura y su familia también.

    La brisa de la mañana sobre su cuerpo le hizo darse cuenta de algo que no había registrado en medio del apuro con el que fue obligada a salir. Tenía la parte de abajo del pijama nada más, un short. Al calor de la noche se había sacado la remera. Y así bajó. Nadie notó nada, en medio de la vorágine. Solo ella, una vez que todo hubo terminado, tomó conciencia, por primera vez, de los pechos que apenas asomaban. De su desnudez. Se cruzó de brazos para poder taparlos disimuladamente, mientras volvía para su casa.

lunes, 14 de diciembre de 2020

La pérdida (Tana y Rulo)

 

Las 16 semanas habían sido con pérdidas. Le habían aconsejado reposo, pero la Tana no sabía lo que era eso. También le habían aconsejado no hacerse problema, pero nadie le había dicho cómo hacer para evitar el insomnio, el trabajo que se le acumulaba. No sabía cómo, pero el tiempo pasaba volando y no hacía nada. Y cuando por fin lograba concentrarse en el trabajo, las náuseas o un dolor de cabeza fuertísimo la dejaban agotada y lo único que podía hacer era tirarse en la cama y dormir. Eso si las ganas de hacer pis no la despertaban.

Esa mañana, cuando fue al baño vio que estaba indispuesta. Algo no anda bien, pensó.

Fueron con Rulo a la guardia. Le hicieron una ecografía. El bebé estaba bien. La placenta, previa. Adiós a sus planes de saber cómo sería tener un parto normal.

—Bueno, vas a cesárea y listo —  Rulo interrumpió sus pensamientos.

—Es increíble, pensás como un médico — le dijo el técnico con orgullo, contento de que hubiera alguien racional ahí, no como la loca tirada en la camilla con las piernas abiertas que no sabía a quién de los dos matar primero.

Esa tarde intentó dormir para no pensar demasiado. Le dolía mucho la panza, sentía retortijones a cada rato. El dolor era cada vez más intenso. Se puso en posición fetal a ver si con eso lo atenuaba un poco, y ahí sintió cómo algo se le desgarraba por dentro. La sangre empezó a salir a borbotones. Manchó todas las sábanas. Asustada fue al baño, mientras Rulo llamaba al obstetra. Se sentó en el inodoro y se puso un algodón para frenar la hemorragia, al instante quedó impregnado de sangre, como un protector menstrual pasado. Cuando pensó que las cosas no podían ponerse peor, sintió algo que se le resbalaba por el canal de parto y quedaba colgando entre sus piernas, sin llegar a caer al inodoro. Esto no me puede estar pasando, pensó. No se animaba a mirar. Estiró el momento lo más que pudo, pero no quedaba otra. Con resquemor, abrió las piernas y vio al embrión colgando de culo de un hilito que salía de su cuerpo. Se le escapó un sonido gutural, entre el grito y el llanto. Rulo preguntó desesperado qué había pasado.

¡Lo tengo colgando! — la Tana no se reconoció la voz.

Rulo le pasó el teléfono. El obstetra estaba del otro lado.

¡Lo tengo colgando! — repitió.

Envolvelo en una toalla y andá para la guardia.

Se tomaron un taxi. Llegaron a la clínica. La Tana le pasó la credencial a una recepcionista que no parecía entender demasiado.

Subí al primer piso que te van a hacer una ecografía.

¡Pero lo tengo colgando! ¡Quiero que me lo saquen!

No sé, a mí me dijeron que subas al primer piso.

Dale, subamos —Rulo le pasó el brazo por encima del hombro y subieron por el ascensor.

Rulo finalmente logró comunicarse otra vez con el obstetra, que estaba en otra emergencia en otro lado. La obstetra de guardia también estaba ocupada.

¿Para qué le van a hacer una ecografía? —preguntó el obstetra.

Eso es lo que les dijimos, pero no nos dan bola—contestó Rulo.

A la hora llegó la ecógrafa.

Escuchame— dijo la Tana, —tengo el feto colgando. Si vos querés, yo me bajo el pantalón, pero es todo tuyo, yo no quiero ni verlo.

Ya vuelvo—dijo la ecógrafa.

Al rato unos enfermeros pusieron a la Tana en una camilla y la transladaron a otra sala. La acostaron en otra camilla. Vino la obstetra de guarda, le dijo que se sacara el pantalón y cortó el cordoncito como si fuera un hilo de coser. Llegó el obstetra. Ordenó que la llevaran a quirófano porque había que sacar la placenta.

Cuando la Tana se despertó de la anestesia ya todo se había terminado.

Volvieron en taxi, en silencio, tomados de la mano.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Perico

 

Ayer fue un día especial. Nos visitó Perico.

Empezó así: mi marido, como es su insana costumbre, me llamó a que viera “algo”. Me acerqué con temor de ver una rata, un murciélago o una babosa, mis archiconocidas fobias. Pero no, ahí estaba, entre las bolsas de tierra para macetas que tenemos hace más de un mes y que sigue en la bolsa (la tierra) en lugar de en las macetas (hace más de un mes).

Un lorito. Hermoso.

Nuestra gata lo miró con desinterés y siguió durmiendo, acostada sobre todas las carteras y abrigos que hay en el sillón desde hace más tiempo del que las bolsas con tierra para las macetas están en el piso.

Le dimos pan, lo filmamos. Lo compartimos por whatsapp y por todas las redes sociales.

Quería ver si se dejaba tocar. Agarré una regla de la cartuchera de mi hija para eso, tampoco soy kamikaze. Perico se iba corriendo de lugar, trepaba por la reja de la ventana de una forma muy graciosa, primero con las patitas, y enseguida con el pico, con una coordinación asombrosa. No se dejaba tocar por la regla pero tampoco picoteaba. Por lo que dedujimos que era un loro doméstico. Hasta que en un momento se cansó y le dio un picotazo a la regla. Decidí que mejor lo dejaba tranquilo.

Mi marido le escribió a una vecina, de esas que enseguida ponen manos a la obra, no como nosotros que somos más pachorros, a ver si preguntaba por el barrio, por si el lorito tenía un dueño que lo estuviera buscando.

Tenemos otra vecina, que tiene un loro, pero lo tiene en la foto del whatsapp y no era el que teníamos en casa, definitivamente.

También llegaron consejos sobre cómo alimentarlo o a qué grupos de Facebook recurrir para saber qué se hace con un loro.

Le hablamos, le silbamos, pero se ve que era tímido o que no sabía hablar. O que no quería hablar con nosotros, también podía ser. Comió un poco de banana y mandarina que le dimos. El pan se lo sacamos porque nos dijeron que mejor no, aunque antes otros nos habían dicho que mejor sí.

No sabíamos si queríamos que se quedara o se fuera. Que se quedara porque era hermoso, pero a la vez teníamos miedo de que estuviera enfermo y que por eso no se podía ir. Y queríamos que se fuera porque eso significaba que estaba sano y era un alma libre, ponele.

Finalmente, después de casi un día entero, fue de la reja a la ventana de mi hijo, después a la cornisa, siguió subiendo hasta el parapeto de la pared del patio, tomó carrera y se fue volando. Todo quedó debidamente registrado, era nuestra estrella del día así que lo filmamos casi todo el tiempo.

Si no se iba, la idea era ver cómo lo llevábamos a la veterinaria a controlar que estuviera bien. No sabíamos cómo íbamos a hacer para llevarlo, pero nos íbamos a arreglar, eso seguro.

Fue muy emocionante tenerlo por un día. Nos encariñamos con el lorito.

Esta mañana miré el patio y sentí un vacío verde.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Killer

 

Se llamaba Killer y el nombre no le hacía justicia. Era un gran danés negro, una belleza pachorra,  más bueno que Lassie.

Le tenía terror. Mis 6 años lo veían enorme. Sí, más enorme de lo que ya era.  Cada vez que íbamos con mi familia a su casa, los adultos lo encerraban para que yo pudiera jugar tranquila.

Vivía en una casa de varios ambientes con un piso de madera  encerado con mucha prolijidad. Las habitaciones estaban en el primer piso. Muy ordenadas, según mi recuerdo. Demasiado para mi gusto.

En la planta baja estaban la cocina y el comedor, con un ventanal enorme a través del que se veía un jardín lleno de árboles de distinto tipo y plantas con flores.

Killer quedaba encerrado en el jardín, contra su voluntad y yo me quedaba en la pieza de sus pequeños dueños, que tenían mi edad. Hacíamos obras de títeres, y después obligábamos a nuestros padres a verlas. También jugábamos al Senku y al elástico.

Un día, Killer decidió que su bondad no justificaba el encierro y se escapó. Subió las escaleras y vino directo hacia mí. Colocó sus dos patas delanteras sobre mis hombros y quedamos frente a frente, su carota bonachona justo a la altura de la mía. Sentí todo su peso sobre mí, su cara, cuadrada y enorme, que no me permitía otra cosa que mirarlo a los ojos.

Alguien me dijo: “no te asustes, no te va a hacer nada. Acaricialo. Es buenito”.

Apoyé la mano sobre su cabezota. Su mirada me derritió. Sentí un amor distinto a todo lo que había sentido antes.

Empecé a  perseguir a Killer a todos lados para acariciarlo mientras caminaba por toda la casa. Me convertí en una extensión de su cuerpo, mi mano sobre su cabeza a donde quiera que fuese. Quizás mi memoria me traicione pero me parece verlo suplicando que por favor lo encierren en el jardín otra vez para protegerlo de la mocosa pesada que no lo dejaba en paz. En realidad, me  atrevo a decir que él también lo disfrutaba, nunca se separaba de mí. Estar juntos era la combinación perfecta de paz, ternura y diversión.

Así fue como los perros entraron en mi vida.

Y se lo debo a Killer, mi primer gran amor perruno.

viernes, 27 de noviembre de 2020

De alacenas y murciélagos

 

Hace diez años me mudé. Embarazada. Al  día siguiente nació mi nena, un mes antes de la fecha, debido al ajetreo de la mudanza.

Porque les dimos a los antiguos propietarios todo el tiempo que necesitaban para dejar la propiedad, sin que les cobráramos los días de más. Por escrito, como pidieron ellos.

Lo que sí nos dejaron fue visitar la que sería (que ya era, en realidad) nuestra casa. Queríamos construir la terraza, que fue lo único que le agregamos. Así que allá fuimos con el arquitecto.

Esa noche nos acostamos agotados. Mi marido me preguntó si no había notado algo raro en nuestra futura casa, algo que no sabía definir qué era. Yo no había visto nada extraño. Ya la panza me molestaba bastante y estaba de mal humor, lo único que quería era dormir. No encontraba posición. Finalmente lo logré.

Dormía profundamente cuando algo me golpeó el hombro. Grité. Mi marido también gritó: ¡qué pasa, qué pasa!; no había nada.

─ ¿Qué pensaste que era? ─ quiso saber.

─No sé, un murciélago.

─No, no hay nada. Voy al baño.

Me dormí. Mi amado cónyuge volvió del baño. Me miró cómo dormía y lo vio, recostado a mi lado en la almohada, como dándome un beso y con las alas desplegadas. No sabía si agarrarlo de una y matarme del susto, o despertarme para avisarme, y matarme del susto.

Medio dormida me di cuenta de que mi esposo había entrado en la pieza, pero que no se acostaba. Lo miré. Su cara me dijo todo.

─Hay un murciélago, ¿no?

Asintió.

Salí disparada para la pieza de mi hijo. Cerré la puerta de la pieza con mi marido adentro. Además de cobarde, entregadora.

Desde la otra pieza lo oí putear: el murciélago se había asustado de mí y se había escondido en las cajas con las cosas que teníamos embaladas para la mudanza.

─No lo encuentro─ me dijo.

─Ni en pedo voy a dormir ahí.

Una princesa, como siempre.

─¡Ahí está! ─ dijo mi príncipe azul.

Lo agarró con una toalla y lo tiró por la ventana.

Eran las dos de la mañana. Prendió la computadora y fue directo a confirmar lo que se acababa de dar cuenta. Miró en internet la foto de nuestra futura casa. ¡Habían sacado una de las alacenas, que supuestamente nos iban a dejar! Eran unas alacenas hechas a medida que quedaban justo con la cocina, que era hermosa.

Al día siguiente los llamamos. Primero nos dijeron que dejaban las alacenas de abajo, a lo que les respondimos que esas no eran alacenas sino bajo mesada. No hubo caso, se las tuvimos que comprar para que las dejaran, salvo la que ya habían sacado. Nosotros no fuimos tan astutos como ellos, no dejamos por escrito que las alacenas venían incluidas en la transacción, como decía el anuncio de venta.

La que se llevaron la reemplazamos por la que teníamos en el departamento, que por suerte hacía juego con las otras.

Hoy tomaba mate en la cocina. De repente me quedé pensativa justo enfrente de la alacena que tuvimos que reemplazar. Nunca le presto atención, ya es parte del decorado. Pero hoy la vi y se me ocurrió escribir esta historia.

SINSENTIDO

 

Si la vida es frenesí

Como Calderón decía

Qué me queda para mí

Los sueños se me escaparon

Se perdieron con la fe

Los vi irse de mis manos

Apenas me desperté

Si de ilusiones se vive

Entonces un muerto soy

No tengo casa ni amigos

No sé para dónde voy

¿Qué es la vida?

Un sinsentido

¿Qué es la vida?

Un sinrazón

Un simulacro fallido

De sueños y de pasión

lunes, 16 de noviembre de 2020

Hansel y Gretel, el juicio final

 

El oficial trajo a los acusados, que entraron tomados de la mano. En cuanto atravesaron la puerta, ella apuntó los ojos directamente a mis pies, que estaban sobre el escritorio. Es una pose que tengo tan interiorizada que no la registro. Los bajé enseguida. Se sentaron cada uno en una silla del otro lado del escritorio enfrente mío.

– ¡No había otra solución, oficial! Consideramos que los niños eran lo suficientemente vivos como para sobrevivir por ellos mismos, así que fuimos al bosque y los abandonamos allí. Consideramos que iban a estar bien– la madrastra fue la primera en hablar.

El hecho de que los niños tuvieran cinco y siete años parecía ser un detalle para ella, nada para tener en cuenta. Eso no lo consideraron, se ve.

– Yo no quería abandonarlos – dijo el padre. El dedo índice cortó el aire al señalarla –¡Ella me convenció!

–Ah, ahora resulta que la bruja soy yo, ¿no? ¡No te lo voy a permitir, Alfredo! ¡Vos estuviste de acuerdo!

–Disculpame, Amalia, pero cuando a vos se te mete una idea en la cabeza es imposible decirte que no, no lo niegues.

Empezaron a pelearse entre ellos. Le pedí al oficial que se los llevara de una vez.

El oficial vino con el niño y la niña, uno en cada mano. Le pedí que les trajera una taza de chocolate con vainillas.

– Muchas gracias– dijo el niño– con las vainillas está bien. Ya estamos llenísimos de chocolate.

Les pregunté qué había pasado ese día.

–Mi hermano escuchó una conversación entre nuestro padre y nuestra madrastra.

–Hablaban de dejarnos abandonados en el bosque.

La niña se puso a llorar. El niño la abrazó y siguió hablando:

–Le dije que no se preocupara, que yo iba a tirar miguitas del pan que siempre nos dan, para poder encontrar el camino de vuelta a casa.

–Mi hermano es muy inteligente–dijo la niña con orgullo– pero no nos dimos cuenta de que los pajaritos se iban a comer las migas de pan. Y nos perdimos en el bosque.

La niña lloró más fuerte. Yo no la aguantaba más. El niño tenía una paciencia admirable. Les dije que terminaran de comer las vainillas y le pedí al oficial que se los llevara y trajera a la otra acusada.

–No puedo creer cómo se me escaparon esos pilluelos– la voz chillona retumbó en toda la sala.

Una vez que superé ese sonido, pude observar a una mujer mayor, con un vestido negro suelto que le daba a todo el conjunto la forma de una bola de billar gigante, de la que sobresalía una cabecita chiquita con pelos pajosos de color amarillo y una verruga en la punta de la nariz.

– Por favor, cuénteme lo que pasó– dije, y recé para mis adentros que el olor a podrido que de pronto inundó la sala no tuviera su origen en un pedo de la señora.

Miré al taquígrafo y noté un atisbo de náuseas en su cara, que corroboraba mi sensación y mi temor.

–Encontré a esos pobres niñitos perdidos en el bosque. El destino me los mandó, pensé. Y los invité a mi casa. La niña me volvía loca con su llanto así que la hice mi sirvienta. Le dije que cocinara para engordar al hermano para comérmelo. Y que si no me obedecía y seguía llorando me la iba a comer a ella también. ¡Pero ese niño no engorda ni aunque se coma una casa de chocolate entera!

La señora se puso a llorar. ¡Ya era el colmo! El taquígrafo me miraba implorando piedad. Había sido una jornada intensa y estábamos los dos agotados.

Le dije al oficial que se llevara a la señora y nos fuimos, el taquígrafo y yo, a un after office para relajarnos y terminar el día con una cerveza y una picada. Nos lo merecíamos. al día siguiente nos tocaba interrogar a los pajaritos del bosque, que todos sabemos que son de hablar mucho e interrumpirse entre ellos. Iba a ser una tarea difícil.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Cuidado con lo que hacés

 No pude callar el grito. Ahí estaba Godofredo. Su cuerpito exangüe, después de haber dado una dura batalla por sobrevivir. Clavado con crueldad a una cruz hecha con un par de perchas, lo que lo obligaba a adoptar una posición extraña, como de alguien que padeciera escoliosis, o sifosis, o alguna de esas malformaciones en la columna.

Parecía una burla del destino. Godofredo había sido un regalo de mi exmarido, en alguno de sus momentos de culpa por todos los cuernos me había metido durante el matrimonio. Me lo regaló con ese nombre horrible ya elegido y todo. Me dijo que Godofredo significaba protección de los dioses, y que si bien ya no estábamos juntos, él me deseaba lo mejor y quería que yo estuviera protegida. No supe si agradecerle o putearlo. Primero porque me sentía mucho más protegida estando si él. Sin mi ex, digo. Y sin Godofredo también. Segundo, porque no me gustan los animales, nunca quise tener uno cuando estábamos juntos por lo que no entendí si era su típica falta de registro hacia mis sentimientos o lisa y llanamente su venganza por haber tomado las riendas de mi vida y decidido que el hecho de que se hubiera acostado con casi la mitad del sector femenino de mi familia ya era suficiente para mí. Pero el bicho no tenía la culpa y me miraba con una ternura que me derritió. Paradójicamente, viniendo de mi ex, los perros son el emblema de la fidelidad, así que no tuve más remedio que aceptarlo en mi nueva vida.
Verlo así, muerto de esa forma, sin entender quién podría haber hecho algo semejante, fue devastador. Fui a la cocina y me preparé un sándwich de mortadela para superar la muerte del animalito. Abrí una lata de cerveza que me tomé de un solo trago. El alcohol no es lo mío, así que al toque fui al baño. No me decidía en los pasos a seguir: hacer pis y vomitar, eso seguro. Lo que no me quedaba claro era el orden, porque además estaba un poco mareada y con unas terribles ganas de acostarme a dormir. No lo dije, pero la cerveza me da mucho sueño. Una vez resuelto el tema de qué líquido expulsar primero de mi cuerpo, más liviana, pasé por el living evitando mirar a Godofredo, que seguía ahí, colgado de la pared en su cruz, como un Jesús del mundo mascotil. Antes de que me agarraran náuseas otra vez, me acosté a dormir.
Me desperté a las cuatro horas, con el ferviente deseo de que todo hubiera sido un mal sueño y Godofredo no estuviera ahí. No sabía qué hacer con él. No me quería ni acercar. Confieso que tenía la ilusión de que si esperaba tres días iba a resucitar y despertarme a lengüetazos como era su asquerosa costumbre. Mi exmarido sí que sabía cómo molestarme.
En ese estado alterado abrí mi casilla de mensajes de mails. Tenía un montón de mensajes atrasados, pero hubo uno que particularmente me llamó la atención porque me lo había mandado yo misma. Lo abrí, sorprendida: “cuidado con lo que hacés”, decía.
Me respondí: “obvio, yo siempre tengo cuidado con lo que hago, muchas gracias por avisarme de todos modos”. Lo envié. Chequeé el resto de los mensajes y me fui a resolver qué hacía con el pobre Godofredo.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Cincuenta ventanas y ningún jazmín

 

De Baldomera Valeria Wald 

Cincuenta ventanas

Tiene este edificio

Cincuenta ventanas

Y ningún jazmín

La pálida gente

Que habita esas casas

No quieren colores

Ni aromas sentir

Un canto rodado no canta ni rueda

Lloran las ventanas

Sin la primavera

Qué el verde desborde

Y el blanco también

Y el rojo, el naranja,

violeta, amarillo,

Ver algún capullo asomar al fin

Pobre gente triste

No sabe de fiestas

 de risas

De verde

del viento sentir

No quieren a nadie

No cuidan la vida

Cincuenta ventanas y ningún jazmín


jueves, 12 de noviembre de 2020

No es posible el silencio

 

Un pájaro a lo lejos

Un auto que respira agitado

Por su caño de escape

Una moto que arranca

Un día de trabajo

Otro auto

Una puerta que se cierra

Otra

Se abre

El tic tac del reloj

Constante

Como el tiempo

Como los latidos del corazón

Como la sangre que recorre los cuerpos

No es posible el silencio

Mientras estemos vivos

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

La mañana de Raquel

 

Entre sueños oye un ruido molesto y constante. No lo puede creer. Siente que recién se acaba de quedar dormida, pero se ve que no. Aplasta la alarma del despertador. No lo apaga. En diez minutos va a volver a sonar. Todas las mañanas lo mismo. Así, de a diez minutos, termina levantándome una hora después. El marido putea religiosamente cada diez minutos, y le pregunta por qué mierda no lo pone directamente una hora después. Raquel le responde lo que él ya sabe, que necesita tiempo para hacerse a la idea de que se tiene que levantar. No puede levantarse así, de una

Va al baño. Hace pis, para estar más liviana. Una vez se pesó sin hacer pis, y es como un kilo menos. Se pesa. La balanza marca error. Tiene que comprar pilas. Desde que tiene esa balanza, nunca le cambió las pilas. Se baja. Se vuelve a pesar. Ahora sí. Por ahora, no hace falta comprar pilas, piensa, como todos los miércoles, día de pesarse.

Prende el celular. Chequea los mails desde ahí. Los mensajes de whatsapp.

Ya vestida, pone agua en la pava eléctrica y prepara el mate. Le saca la yerba que dejó de la vez anterior. No lo lava, para horror de su madre. Así, con restos de yerba húmeda, le tira yerba nueva. Con la bombilla adentro, para horror de los que saben preparar bien el mate. Se da cuenta de que puso el agua, pero se olvidó, como casi siempre, de presionar el interruptor, por lo que el agua sigue tan fría como cuando la puso. Ahora sí pone a calentar el agua hasta que hierve, como le gusta a ella. No es que se le hierve, lo hace a propósito, le gusta lavado. Y bien caliente, para horror de los que se queman la lengua, a pesar de su aviso. Y amargo.

Desayuna dos galletas de arroz con queso blanco, sabiendo que en un rato va a querer comerse un paquete entero de chocolinas. Decide engañar al estómago con una manzana, sabiendo de antemano que está condenada a sucumbir, su estómago es muy inteligente como para aceptar el engaño. Así que come la manzana y a los cinco minutos el paquete de chocolinas.

Prende la vela para los arcángeles, que la visitan esta semana. Se los pasó una amiga. Les hizo un altar, donde puso un sobre con tres deseos y el nombre de las tres personas que los van a recibir la semana que viene. También les tuvo que poner una manzana y flores blancas como ofrenda. Parece que la manzana después se puede comer. Las flores no. El marido no lo puede creer, como tantas veces. Su superstiocidad lo supera. Hoy toca la oración al arcángel Gabriel. Raquel espera, de todo corazón, que se cumplan sus deseos. Le gusta la idea de tener ángeles en su casa, para horror de su familia judía.

Agarra su diario personal, un cuaderno chico con espirales de cualquier marca, que cualquiera puede leer, pero confía en que nadie lo hace. Este en particular tiene una foto muy linda del Lago Titicaca en Bolivia y un fondo rojo en la tapa. Escribe cómo se siente, si soñó algo y se lo acuerda, lo escribe también. Escribe lo que tiene que hacer en el día. Prende la computadora para ver lo que ya vio antes en el celular y se pone a trabajar.

 

martes, 10 de noviembre de 2020

Mate amargo

 Mate amargo

Que no puedo compartir

Unicornio rosa

Que no se me perdió

Todo va a salir bien

Todo va a salir bien

Todo va a salir bien

Repito como un mantra

Mañana será otro día

Que salga el sol

Que salga

El sol

Familia tipo

 Pasión desenfrenada

Besos salvajes

Dos cepillos de dientes

Dudas

Miedo

Decisión

Libreta roja

Miedo otra vez

Decisión

Pasión desenfrenada

Besos salvajes

Tres cepillos de dientes

Vacaciones en el mar

Vacaciones en la montaña

Sin miedo y con decisión

Pasión desenfrenada

Besos salvajes

No todo es tan sencillo esta vez

Pasión agotada

Besos para acompañarse 

Dudas sobre el futuro

Al fin,

Cuatro cepillos de dientes

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ruidos

 Espero poder dormir esta noche. No sé qué le pasa a mi vecino, todas las noches, tipo una de la mañana empieza a hacer unos ruidos extraños. No quiero ser mal pensada y creer que está garchando, pero los ruidos que hace no me dejan pensar en otra cosa. Eso, o la está matando, por los gritos de ella. No sé si quejarme o no. No quiero dar la idea de vieja vinagre, que no deja que los demás garchen libremente por la vida, pero ¡todas las noches! ¿Qué le pasa a la juventud? En mis épocas éramos más cuidadosos por lo menos. Mirá si me iban a escuchar a mí gritar así alguna vez. Bueno, quizás nunca estuve con nadie como el vecino, tengo que reconocer.

Tampoco soy de meterme en la vida de los demás, ¿eh? No se vayan a creer. Que cada uno haga de su culo un pito, como decía mi abuela. Pero ¡qué energía! ¡Todas las noches!
Parece que ahí empieza. Tranquilo, de a poco, como siempre. Ya sé lo que sigue. Gritos y gemidos. Me tapo la cabeza con la almohada, pero no puedo evitar espiar con el oído. ¿Que cómo se espía con el oído? ¡Qué sé yo! No, no es que pongo un vaso en la pared para escuchar, ¡lo único que falta! No, yo no hago eso. Pero de taparme la cabeza completamente y hacer fuerza para no escuchar, empiezo a aflojar la almohada de a poquito. Espío por el oído, como ya dije. Es más fuerte que yo. Me hipnotiza el hijo de puta. ¿Qué le estará haciendo para que ella se ponga así? No puedo ni imaginarlo. En realidad, sí puedo. Ese es el problema. Tengo demasiada imaginación. Y ellos ayudan, también. Si vieran los ruidos que hacen. Se me hace agua la boca. En realidad, un poco más abajo se me hace agua, pero no quiero entrar en detalles tampoco. No vienen al caso.
Pará, algo pasó. Gritan, pero no son los mismos gritos de siempre. ¿Se están peleando? Sí, se están peleando. Qué lástima. Una pareja tan linda. ¿Serán pareja? ¿Será siempre la misma? Casados con otros no están, si no, no podrían verse todas las noches. Bah, digo yo. Nunca se sabe. Cada pareja es un mundo, como decía mi abuela. Y nunca falta un roto para un descosido, también decía. No sé si viene al caso en este caso, pero como venía diciendo las cosas que decía mi abuela…
Eso que escuché parece un portazo. ¿Se fue? Y bueno, se habrá cansado de tanto darle y darle la pobre chica. Una no es un objeto sexual tampoco. ¿Pobre chica? Estoy loca, ¡qué pobre chica! ¡Agradecida tendría que estar de que la hagan sentir así! Tengo ganas de seguirla y decirle que lo piense bien, que no deje a ese muchacho que tantas satisfacciones le da. Pero es tarde y ya estoy en la cama. Además, yo no soy ninguna metida, no se vayan a creer. Escucho porque no me queda otra, ellos gritan que parecen animales salvajes. Ni me voy a meter. Cada uno sabe qué hace con su vida. Y si no sabe, que aprenda, como decía mi abuela.
Finalmente me animé y fui a hablar con él. De buena forma, por supuesto, soy una dama. Le pedí por favor que no hiciera tanto ruido de noche, que los vecinos queríamos dormir. Sí, le dije los vecinos. Tampoco le iba a andar aclarando que ni idea de lo que hacen mis vecinos. Yo no soy ninguna chusma. Pero para el caso me pareció mejor que piense que éramos varios los que estábamos molestos con los ruidos que él y esa chica hacían. Pobrecito, casi se muere de la vergüenza. Y eso que no hice ninguna referencia directa. Pero se ve qué sabía perfectamente de qué le estaba hablando. Parece que la chica lo dejó. Casi se me pone a llorar. Se deshacía en disculpas. Jovencito el muchacho. Muy amable. Sí, me estoy vistiendo para ir a cenar con él. Me invitó para compensarme por las molestias ocasionadas. No me miren de esa forma. Yo siempre me pinto y me arreglo así para visitar a los vecinos. Soy una dama.

martes, 27 de octubre de 2020

El cisne

 

Enseguida regaló todas sus cosas, vació la habitación casi al día siguiente y se hizo su estudio ahí.

El insomnio la visitaba todas las noches, así que prendía la computadora y leía cuentos.

Había una vez una chica que tenía una caperuza roja, por eso todos la llamaban caperucita.

La madre fue a despertarla, para que le llevara una canasta de comida a la abuelita. Pensaba en los consejos que le iba a dar para que se cuidara en el bosque.

Mejor hago la Claringrilla, pensó.

Los días transcurrían todos iguales. La rutina la mantenía entretenida.

El problema eran las noches.

Había una vez dos niños que se llamaban Hansel y Gretel. Los padres querían deshacerse de ellos, pero Hansel era muy astuto y fue tirando migas de pan por el camino para después poder regresar. No tuvo en cuenta a los pájaros, que se comieron las migas de pan. Los niños se perdieron en el bosque.

Voy a probar con leche y miel, dicen que relaja.

El día la encuentra dormida sobre el escritorio. Quince llamadas perdidas de su madre.

Mensaje: “no podés seguir así, nena, te paso el teléfono de la psicóloga que la ayudó a la Marta cuando pasó por lo mismo que vos, llamala. Y a mí también llamame, nena, que estoy preocupada”.

Pobre mamá, también era su nieto.

Había una vez un patito que era distinto a los demás, por eso sus hermanos no querían jugar con él.

Pensó en ese cuento, quizás no se lo había leído lo suficiente. Si Hernán, su nene, su bebé,  hubiera sabido el cisne en el que se iba a convertir…

Mejor pruebo con otro cuento.

La noche siguiente, antes de empezar a escribir, decidió mirar su casilla de mails. Había un mail de Roberto, desde hacía varios días.

Roberto era un papá del grado. Le escribía para ofrecerle sus condolencias y con la propuesta de armar una asociación antibullying para defender a chicos como Hernán. No pudo terminar de leer. No hizo la Claringrilla. No tomó leche con miel. .

Asociación El Cisne, pensó; no estaba mal.

Durmió profundo toda la noche.

 

sábado, 24 de octubre de 2020

Mi amiga estaba equivocada

 

A mis 14 años me vi atacada por un desborde hormonal que no sabía cómo manejar. Vivía entre el miedo y el asombro, todo lo masculino se me hacía amenazante y a la vez me atraía como la miel a las moscas. Bueno, no sé si esa es la metáfora más adecuada, pero se entiende, supongo. Los hombres me daban miedo, pero también me atraían de una forma que mi cuerpo recién desarrollado no lograba comprender. De repente, todos me parecían hermosos. Mi mente todavía niña transformaba lo que hoy denominaría una calentura feroz en una historia de amor, con casamiento e hijos incluidos. No importaba que la persona en cuestión estuviera casada, fuera un profesor o un amigo de mi papá. Todos entraban en la categoría “garchables”, pero esas palabras ni pasaban por mi cabeza en ese momento. Sí por mi cuerpo, claro está. No lograba entender ni manejar lo que me pasaba. Tampoco sabía a quién recurrir. En la escuela, donde los prejuicios estaban a la orden del día, no podía contar con mis amigas, tan reprimidas como yo. Con mis padres, menos todavía.

En medio de ese vértigo de sensaciones, nos fuimos de vacaciones al mar. Ahí lo conocí, era un año más chico que yo, y bien feo. Pero feo de verdad. No podía creer mi suerte. Quería tener un amigo del que no me fuera a enamorar, y él era perfecto.

Empezamos a salir de noche. Volvíamos tarde. Al día siguiente, nuestros padres nos despertaban para ir a la playa. Llegábamos y nos tirábamos en la arena de la carpa a seguir durmiendo, por supuesto. Si no dábamos más. Fueron los primeros encontronazos con mis padres, pequeños desacuerdos que irían creciendo a medida que crecíamos todos.

Mi cuerpo me daba mucha vergüenza. Usaba un buzo y un pantalón arriba de la malla, que me sacaba solo para ir al agua. Iba cubierta con una toalla, que me sacaba solo para meterme al mar, y me volvía a poner en cuanto salía.¨

Encima, había ido a una peluquería a cortarme el pelo, me habían hecho un desastre: un entresacado horrendo. Tengo pelo ondulado, el entresacado me lo infla mal. Mi mamá, una dulce, me decía “Medusa”.

Todo esto a él no parecía importarle. Se sentaba siempre al lado mío. Caminábamos juntos. De a poco empecé a maldecir mi suerte. Me estaba empezando a gustar. Cada vez más. Las miradas eran cada vez más intensas. No lo podía creer. ¡Estaba poseída, no se salvaba uno! Después de varios amagues que no llegaron a término lo que sí llegó a término fueron las vacaciones.

Pasó a ser el amor de mi vida inmediatamente. La persona con la que yo iba a debutar (porque ya a esa altura las fantasías sexuales estaban a la orden del día), casarme, tener hijos y envejecer juntos. Que no lo viera más era un detalle. Él era para mí. Lo único estable que logré tener en esa época en la que mi vida se desmoronó completamente. Las relaciones con mis padres se pusieron cada vez más densas. Mi mente adolescente era un infierno en plena ebullición.

Empecé a tener mis primeros novios, que duraban lo que duran los novios a esa edad. Ante cada ruptura, él volvía a mis fantasías. Pasaban los años y yo seguía pensando qué pasaría si lo volviera a ver. Mis amigas ya estaban hartas de ese amor que era el leit motiv de mi vida. Una vez una me dijo: “¡vas a estar casada y con hijos y vas a seguir enamorada de él!”. Nos tentamos. De la risa pasé al llanto. Sentía que mi vida era una mierda y mi situación, patética. Enamorada de alguien que nunca fue, que ni siquiera sabía si alguna vez había estado enamorado de mí, que ni siquiera estaba al tanto de lo que yo sentía.

Finalmente, tuve dos encuentros casuales con él: el primero, fui a patinar a Palermo con una amiga. Cuando nos volvíamos, me lo crucé. Yo, toda chivada, despeinada, con los patines en la mano. Él llevaba un bebé en un cochecito. Me dijo que era médico. Me reí como una boluda. Me miró con lástima y cada uno siguió su camino. Cuando llegué a mi casa, estallé en una carcajada al recordar el encuentro. Me bañé y salí a cenar con el que hoy es mi marido.

La segunda vez fue en la fila del banco. Yo estaba con mi marido. Los presenté. Le pregunté algo tan pelotudo como “¿seguís siendo médico?”. Esta vez tuve dos miradas masculinas sintiendo pena por mí. Cuando nos fuimos, mi marido me preguntó: “¿fue novio tuyo?”. Le contesté: “yo quise, pero nunca ocurrió”. Nos besamos. Supe que mi amiga estaba equivocada.

martes, 20 de octubre de 2020

Lucía

“A todo individuo le sigue una sombra (…) Si las tendencias reprimidas de la sombra no fueran más que malas, no habría problema alguno. Pero, de ordinario, la sombra es tan sólo mezquina, inadecuada y molesta, y no absolutamente mala”.

Carl Gustav Jung. Psicología y religión

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo, y porque Lucía, lo sé, a pesar de haberse obligado a transitar todo un proceso de deconstrucción, nunca podrá olvidarse de lo que pasó.

Olga había trabajado en lo de los padres de Lucía desde que ella nació. Era como su segunda madre, que tuvo el tupé de casarse e irse a vivira Tucumán. Era tucumana.

Lucía no recuerda el nombre de la persona que sus padres contrataron en reemplazo, también con cama adentro. Sí recuerda que era negra y que tenía unas caderas tan enormes como sus tetas. Hablaba suavecito, como cantando. Era de Santo Domingo.

A Lucía se le mezclan los recuerdos, no termina de acomodar cómo fueron los acontecimientos.

Había obreros en la casa, seguramente contratados por sus padres. Su madre la llama y le dice a uno de ellos:

-          Repetile lo que me acabás de decir a mí.

-          Le dije a su mamá que usted es muy linda, pero que está un poco gordita.

Lucía no sabe qué contestar ni qué sentir.

En la cocina, la empleada le está cocinando papas fritas, que sabe que le encantan.

-          A Olga le salían mejor- dice Lucía, pero se las come igual.

Lucía la odia, no sabe por qué. Le da ternura también. Cuando la escucha en su pieza contestarle al televisor. Le da tristeza la historia de la pobre dominicana, que quería ir a Estados Unidos y terminó en Argentina, estafada, y en la casa de una nena caprichosa que no se la hace más fácil. Sus hijos quedaron en Santo Domingo y ella no puede volver porque no tiene plata.

Están en la cocina, el obrero se acerca a Lucía, le pellizca el rollito que se le hace en la espalda y le dice en el oído “gordita”. Lucía no entiende qué pasa, pero tiene miedo.

Todos los días arregla para ir a lo de alguna amiga. No quiere que el obrero se le vuelva a acercar. O invita amigas a su casa para burlarse de la dominicana.

Ven una mancha en la alfombra y Lucía le reprocha a la empleada que está sucia.

-          No es un sucio, es un quemado- responde la empleada.

Ellas se ríen y la imitan: “no es un sucio, es un quemado”.

Lucía ve al obrero que sonríe. Su mamá habrá salido, como siempre. Algo se le pasa por la cabeza, pero el pensamiento se va.

La dominicana pela choclos. Les tiene terror a los gusanos. Lucía le acaricia el cuello por atrás, simulando ser un gusano. La dominicana inmensa se cae al piso. Se va a llorar a su pieza.

Lucía está fuera de sí, frenéticamente feliz con el sufrimiento de la otra. La idea se le termina de formar. Sabe que es dar un paso sin retorno, que la vida no va a ser igual después, pero no puede volver atrás. Con un gesto invita al obrero a la pieza de la dominicana.

-          ¡Lucía! ¿Qué pasa? - fue lo último que le escuché decir antes de cerrar la puerta.

 Me acuerdo de todo, sus gritos de dolor, la cara con la que me miró después. No me puedo acordar su nombre. 

lunes, 19 de octubre de 2020

Hoy soy hija

 

Hice un video de meditación guiada. Cortito. Siete minutos. Después hice otro. Después otro más. Quise hacer uno de treinta y cinco minutos pero me cansé. Tampoco la pavada. Lo apagué. No sé cuánto tiempo estuve acostada, meditando. Sin que nadie me llamara, ni me necesitara, ni nada.

A la noche me acosté a leer. Nadie me habló. Cuando quise hablé por teléfono. Cuando quise apagué la luz.

Hoy trabajé mucho. Un Zoom por aquí, un Meet por allá. Y un Hangout, más largo, que baja y se pierde.

A la tarde dormí siesta y seguí trabajando. Hablé con mi familia por teléfono. Están bárbaro. Y yo también.

En unos días seguramente los empezaré a extrañar. Hoy disfruto la tranquilidad de estar acá. Hoy disfruto a mi madre, a quien no veía desde el año pasado. Este año la operaron, y no la pude ver. Este año el hermano, mi tío, tuvo Covid y ella tuvo que hacer aislamiento. Por suerte los dos están bien. Tan bien que nos empezó a contar, a mi hermano y a mí, que otros hijos sí visitan a sus padres que viven lejos. Mi hermano, siempre más astuto que yo, cortó por lo sano y le dijo: “preguntales cómo hacen”. Mi madre no perdió tiempo. Al rato teníamos un audio de cinco minutos de la hija de una amiga, en el que nos explicaba, como si fuéramos mi madre, cómo sacar el permiso.

En unos días volveré con mi familia. Volveré a hacer todo interrumpido por tareas de la escuela, peleas de hermanos y charlas con marido.

Hoy soy hija.

martes, 13 de octubre de 2020

Estúpido

Miró el celular, cinco mensajes seguidos:

“Qué fue lo que ocurrió?”

“Qué hizo cambiar la dirección del timón?”

“Fui yo?”

“Por qué no existen los grises?”

“Por qué tengo angustia?”

Se quedó dura. No pudo seguir trabajando. Se había jurado que si le llegaba a escribir no le iba a contestar.

“Hola, sos vos el que no escribe más”.

Estúpida, pensó. Ya no daba borrar el mensaje. Otra vez esclava de las dos rayitas azules. Otra vez obsesionada con el celular, sin poder trabajar, ni estudiar, ni vivir, ni nada. Estúpida.

Mensaje de whatsapp. Se le paró el corazón. Era del grupo de la
primaria. Alguien mandaba un meme que decía algo así como que los amigos de la primaria eran los primeros amigos de verdad. Empezaron a llegar los jajaja, jijij, buenísimo, sí, tal cual. Los primeros amigos de verdad, y los últimos, pensó ella con ganas de mandar a todo el grupo a la mierda.

Lavó los platos. Miró el celular. Nada. Se concentró en el informe urgente que le habían pedido de la oficina. El caso que siempre había querido y que finalmente le habían dado. Casi se lo quitan por no avanzar con eso, por estar distraída todo el tiempo con el celular. Estúpida. Se fijó si había algún mensaje. Nada. Justo cuando lograba seguir adelante con la investigación, sintió otro beep. Trató de concentrarse en el informe, no iba a caer otra vez, debían ser los boludos de la primaria, que se ve que no tienen otra cosa que hacer que contestar boludeces a un meme boludo. No. No iba a mirar el celular, de ninguna manera.

“Mentira”.

No le contestes. No le contestes. Como hace él siempre. Seguí con
el informe.

“Verdad. Solo me respondés si te escribo”.

Listo. Ahora sí se ganó el diploma de peluda. Adiós informe. Otra vez enganchada en el chat con él.

“Siempre fue así”.

“Vos cambiaste”.

Ah, bueno. Lo que faltaba.

“Bueno, podés escribir vos también, no?”

Listo. Ni lo vio. Lo de siempre.

Se pone a trabajar enojada. El informe sobre el aumento de casos de Covid-19 en la empresa. El nombre de Elsa Berenger, entre ellos. La llama por teléfono. Hace años que no se ven. Se ponen al día. Elsa está bien por suerte. Le agarró leve. Cuelgan con la promesa de verse en cuanto Elsa se recupere. La misma promesa que se repiten hace años. Espera que esta vez sí se cumpla.

“Antes siempre querías verme. Ya no”.

Es un chiste. No lo puede creer. Decide jugarse el todo por el todo.

“Sigo queriendo verte”.

Listo. Ya lo dijo.

Él responde al instante.

“Cuándo?”

Ella termina el informe. Le quedó redondito. Se lo manda a su jefa. Toma un café con el licor que más le gusta. Lo saborea. Se acuesta a leer la novela que tiene abandonada hace varios días. Después de un rato, apaga el celular y se duerme.

 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Los novios

 

Mirá, Cata, yo no te voy a decir que lo que hice estuvo bien, no, para nada. Pero ellos estuvieron mucho peor. Se merecen la cárcel más que yo. Si, ya sé que ellos también están en la cárcel. Y está muy bien. Pero a mis 52 años, estar acá, como si fuera una delincuente. Yo, que siempre fui una señora. Siempre pensé que estos malos entendidos les pasaban a otros, ¿viste? Pero esta vez me tocó a mí. Qué se le va a hacer.

Dicen que los documentos que firmamos son una locura, pero yo creí que eran serios, Cata, actué de buena fe. Nunca pensé ser estafada de esta forma. Delito de proposición para cometer un asesinato. Hasta parece un mal chiste. Si no fuera porque estoy acá.

Soy la víctima, Cata. Nunca pensé que Jorge, mi Jorge, se fuera a ir con el dinero que Esperancita y yo le habíamos dado, Cata. 60000 euros le dimos. Era una inversión segura, me juró Jorge. Claro, segura para él, que se las tomó con nuestro dinero. Por eso cuando Juan Carlos, el novio de Esperancita, nos dijo que era miembro de la inteligencia española, nos caímos de culo, imagínate. Nos pidió que no lo contáramos a nadie, que era un secreto de estado. También nos dijo que conocía a un sicario profesional, que podía encargarse de Jorge, matarlo y que podíamos vender sus órganos en el mercado negro. Ni lo dudé, imagínate. Recuperábamos nuestro dinero con solo darle a Juan Carlos 7000 euros. Era un negoción. Nos vengábamos del cabrón estafador y recuperábamos lo que Jorge nos había robado. Nos pareció justo.

El contrato parecía serio, Cata. Hasta decía que Juan Carlos era teniente coronel experto en disciplinas como tiro de combate, artes milenarias e interrogatorios. Decía que hablaba 22 idiomas. Ahí tendría que haber desconfiado, porque cuando se iba decía “me voy de mi madre” o “pienso de que”. Entre otras cosas. Ahí me tendría que haber dado cuenta, pero pensé que podía ser que hablara 22 idiomas tan mal como el castellano. Podría ser, ¿no, Cata? Digo, no tenía por qué desconfiar. Con la cara de perdedor de Juan Carlos, ¿quién lo hubiera dicho? También leí que tenía “1.897 objetivos abatidos, 524 capturados, 352 misiones efectuadas y 46 medallas obtenidas”. Ya me estaba entusiasmando con que se casara con Esperancita, con eso te digo todo.

El documento detallaba el procedimiento a la perfección.  El sicario iba a entrar a la casa de Jorge por la noche y le iba a dar una inyección letal, pero muy dolorosa. Porque nuestra idea era que sufriera, por lo que nos había hecho, pero que no se le arruinara ningún órgano, así los podíamos cotizar bien. Lástima que fumaba y tomaba mucho a veces. Juan Carlos nos dijo que hay gente quisquillosa que te pelea el precio por esos detalles, pero que igual nos convenía. La ganancia iba a ser buena de todas formas.

La cosa es que pasaban los días y Juan Carlos tampoco daba señales de vida. Al principio lo llamábamos y le mandábamos mensajes todo el tiempo. Después nos dimos cuenta de que nos había bloqueado en el whatsapp. Imaginate la bronca que me dio. Me fui directo a denunciarlo a la policía. Sí, Cata, tenés razón, pero me cegué en ese momento, lo único que quería era que fuera a la cárcel como se merecía, por estafarnos. Lo que menos iba a pensar era que también nos iban a meter presas a Esperancita y a mí. Delito de proposición para cometer un asesinato, ni sabía que existía eso. Dice el abogado que el hecho de haber mostrado el contrato fue una estupidez de mi parte, pero que podría hacer que me den menos años de cárcel.

Yo no quiero estar ni un día más acá. No me lo merezco. La vida es muy injusta, Cata, muy injusta.