martes, 28 de abril de 2020

Quién me ha robado el mes de abril


Termina abril, "nuestro" mes. Siempre lo llamamos así. Es el cumpleaños de mi marido y el mío, y, en el medio, nuestro aniversario. Así, todo junto en una semana. No lo hagan en sus casas. Siempre es una vorágine de de festejos, una orgía alimenticia (no se ilusionen, dije alimenticia: después de tanta comida, caemos pesados a dormir; obvio que el sexo queda para otras ocasiones más anónimas, tampoco la pavada). No soy buena anfitriona y más de dos personas invitadas a mi casa es multitud, por lo que en general, festejamos los cuatro que somos. Nuestra familia y amigos ya no nos preguntan: ¿no van a hacer nada?  porque ya saben nuestra respuesta, que siempre es la misma: nooooo. Para seguir con esta racha de buena onda que tenemos, les cuento que para Navidad y Año Nuevo nos vamos los cuatro a la costa. Y la pasamos bárbaro.

El año pasado, mi marido sugiere que para este año, que los dos cumplíamos 50 (él es 5 días mayor que yo), y que además era nuestro 20º aniversario, que si me parecía podíamos dejar a los chicos 20 días con los abuelos y hacer un viaje importante, onda Europa. A ver, dejámelo pensar, le dije. No, mentira. Ya estaba googleando ciudades, lugares y viajes en avión. Además, me dice, cumplimos 50, nos evitamos que nos pregunten si vamos a hacer algo. Siempre buena onda nosotros, como ya les conté.

Empezó el 2020, y por insistencia mía, sacamos los pasaportes. Mi marido daba vueltas viendo cuándo era mejor sacar pasaje (o sea, cuando eran más baratos). Ya habíamos decidido España y Portugal. Yo pensaba (un poco enojada ya, para qué les voy a mentir): no puede ser, siempre dejamos todo para último momento. Y tengo que admitir que siempre nos sale bien.

En marzo, me llaman para una entrevista en una escuela secundaria muy importante. Si me tomaban no me podía ir veinte días en abril. Onda empiezo las clase y a los pocos días me las tomo. Pero por otro lado, era una gran oportunidad que no estaba para dejarla pasar. Hago las entrevistas y me entero que es una suplencia. Me decido: les digo que voy a posponer un viaje, porque quiero entrar en esa escuela, pero que si después la persona no vuelve, el viaje, a mediados de año lo hago como sea (ilusa yo), que tengan en cuenta eso. Todavía me río cuando me acuerdo.
Nunca creí mucho lo de que las cosas por algo son, siempre me pareció un consuelo barato, pero supongo que es creer o reventar, dadas las circunstancias.

Así que pasamos nuestros festejos en cuarentena, con un trabajo que jamás imaginé tener y feliz de no haber quedado varada en Europa con mis hijos acá. No digo que a veces no me de bajón pensar en lo que no fue, pero lo que fue estuvo muy bien, dentro de toda una situación de pandemia mundial.

y en nuestro escritorio hay dos pasaportes, listos para cuando podamos usarlos.

domingo, 26 de abril de 2020

Desconexión


Empecé el domingo saliendo de grupos de whatsapp. Dos diosas en acción, grupo que hice con una amiga con el objetivo de cuidarnos con la comida y hacer ejercicio. Inactivo ya no recuerdo hace cuánto. Fracaso absoluto, el grupo y el resultado. Salir del grupo. Borrar grupo. Cena Rodney, grupo para alguna reunión en mi casa. Debut y despedida. Después empezamos a juntarnos en lo de una amiga que vive en la calle Perón. Nuevo grupo: Hoy Perón. Ese grupo queda, obvio. Cena Rodney se va. Salir del grupo. Borrar grupo. Coro: salir del grupo, borrar grupo. Capoeira: salir del grupo, borrar grupo. No me va el zoom para esas actividades. Y mi atención se dispersa con tantos mensajes. Mi grupo de corredores queda. Amo hacer gimnasia con ellos tres veces por semana. Son lo más. Grupos laborales quedan, por razones obvias. Aunque en cualquier momento me animo también con esos. 

Pienso que cuando termine la cuarentena estaría bueno mantener estos cambios, reducir la cantidad de contactos y actividades. Si algo estoy aprendiendo de todo esto es a poder hacerme tiempos y espacios para mí, tratar de no seguir la corriente, fluir a mi ritmo.

Pongo a cargar el celular. Las clases ya las tengo más o menos armadas, la tecnología cada vez tiene menos secretos para mí, ponele. Decido escribir, ¿sobre qué podría ser? Pienso que quizás escribir esto que me está pasando no es una mala idea. Al rato me doy cuenta de que el celular quedó como reiniciándose. Este se tomó la liberación en serio, pienso.

Mi familia intenta lo que ellos creen que me ayuda, o sea, solucionar el problema. Yo siento una alegría y un vértigo que se me suben al corazón. Les digo que no se preocupen. Más allá de un poco de miedo, quizás algún mensaje realmente importante que pueda no llegar,  la felicidad que me produce es increíble. No tengo nada de ganas de arreglarlo. Creo que lo voy a dejar así.

sábado, 25 de abril de 2020

La morsa y después



Corría sin saber por qué. Se escapaba de algo, o de alguien. Corría desenfrenada, sin cuestionarse ni un segundo. Raro en ella, que siempre se cuestionaba todo. Siempre tenía un motivo para sus acciones. Y pronto apareció. Un monstruo la perseguía, una morsa gigante, de una velocidad increíble. Ella corría, parecía que no avanzaba y que la morsa la iba a alcanzar en cualquier momento. No sabía si era peligrosa, se la veía amenazante.
Tampoco entendía dónde estaba ni por qué ese bicho la perseguía. Por qué, o para qué. Siguió corriendo. En medio de la neblina, adivinaba los contornos de los árboles. Ella iba por un camino. Los árboles se entreveían a los costados. Era un paisaje extraño. Estaba muy cansada. Agotada. Quería parar.  Imposible, si quería escapar de la morsa.
Cuando pensó que se iba a morir, que el corazón le iba a estallar, sintió el clic de un interruptor y se dio cuenta de que todo se había terminado. El paisaje era el mismo pero ella lo sentía como de otra dimensión, había entrado en otra dimensión. La morsa ya no estaba. ¿Estaré muerta?, pensó. Se relajó.
Empezó a caminar, a prestar más atención a los distintos verdes, mezclados entre la bruma. Percibió un vientito ligero y refrescante. Al rato, el camino desembocó en una plaza llena de juegos. Se subió a una hamaca; hermosa la sensación de ir y volver, y estar en el mismo lugar. El vértigo del movimiento. Los pensamientos volaban en su cabeza y ella los dejaba fluir.
Después fue al tobogán. Era una plaza como las de antes, y el tobogán terminaba en un arenero. Se deslizó por el tobogán y se hizo una milanesa de arena. Pensó que iba a tener que bañarse después. Se acordó de que cuando era chica no recuerda quién le dijo que había gente muy mala que ponía una Gillette en medio del tobogán. Invisible a la vista, te tirabas confiado y te cortabas. Siempre la asustó mucho eso. No podía entender tanta maldad. Siguió tirándose de los toboganes, como si hubiese incorporado  ese miedo a la Gillette a la adrenalina de bajar por el tobogán. Un combo completo. Por suerte, eso que le habían contado nunca le pasó. Ni a ella ni a nadie conocido. Otra leyenda urbana, quizás.
Fue a los subibajas, miró para todos lados: no había nadie más con quien jugar. No le importó. Primero se sentó en el lado que está en el suelo; se paró y saltó. No logró subir mucho sin otra persona del otro lado para hacer palanca. Empezó a trepar hacia la parte de arriba. No sentía la inminencia de la caída inevitable, con todo el peso de su cuerpo, al pasar a la otra punta del subibaja. Miró hacia arriba y había otra persona sentada, que le sonreía y le ofrecía la mano para ayudarla a trepar. Ella sintió alivio y mucha alegría de ver a alguien del otro lado. Extendió confiada la mano. El espanto la atravesó: esa persona se transformó en la morsa, que de un mordisco le tragó la mano, de otro mordisco el brazo y siguió hasta engullírsela entera.
Quiso gritar de la desesperación, no pudo.