viernes, 27 de noviembre de 2020

De alacenas y murciélagos

 

Hace diez años me mudé. Embarazada. Al  día siguiente nació mi nena, un mes antes de la fecha, debido al ajetreo de la mudanza.

Porque les dimos a los antiguos propietarios todo el tiempo que necesitaban para dejar la propiedad, sin que les cobráramos los días de más. Por escrito, como pidieron ellos.

Lo que sí nos dejaron fue visitar la que sería (que ya era, en realidad) nuestra casa. Queríamos construir la terraza, que fue lo único que le agregamos. Así que allá fuimos con el arquitecto.

Esa noche nos acostamos agotados. Mi marido me preguntó si no había notado algo raro en nuestra futura casa, algo que no sabía definir qué era. Yo no había visto nada extraño. Ya la panza me molestaba bastante y estaba de mal humor, lo único que quería era dormir. No encontraba posición. Finalmente lo logré.

Dormía profundamente cuando algo me golpeó el hombro. Grité. Mi marido también gritó: ¡qué pasa, qué pasa!; no había nada.

─ ¿Qué pensaste que era? ─ quiso saber.

─No sé, un murciélago.

─No, no hay nada. Voy al baño.

Me dormí. Mi amado cónyuge volvió del baño. Me miró cómo dormía y lo vio, recostado a mi lado en la almohada, como dándome un beso y con las alas desplegadas. No sabía si agarrarlo de una y matarme del susto, o despertarme para avisarme, y matarme del susto.

Medio dormida me di cuenta de que mi esposo había entrado en la pieza, pero que no se acostaba. Lo miré. Su cara me dijo todo.

─Hay un murciélago, ¿no?

Asintió.

Salí disparada para la pieza de mi hijo. Cerré la puerta de la pieza con mi marido adentro. Además de cobarde, entregadora.

Desde la otra pieza lo oí putear: el murciélago se había asustado de mí y se había escondido en las cajas con las cosas que teníamos embaladas para la mudanza.

─No lo encuentro─ me dijo.

─Ni en pedo voy a dormir ahí.

Una princesa, como siempre.

─¡Ahí está! ─ dijo mi príncipe azul.

Lo agarró con una toalla y lo tiró por la ventana.

Eran las dos de la mañana. Prendió la computadora y fue directo a confirmar lo que se acababa de dar cuenta. Miró en internet la foto de nuestra futura casa. ¡Habían sacado una de las alacenas, que supuestamente nos iban a dejar! Eran unas alacenas hechas a medida que quedaban justo con la cocina, que era hermosa.

Al día siguiente los llamamos. Primero nos dijeron que dejaban las alacenas de abajo, a lo que les respondimos que esas no eran alacenas sino bajo mesada. No hubo caso, se las tuvimos que comprar para que las dejaran, salvo la que ya habían sacado. Nosotros no fuimos tan astutos como ellos, no dejamos por escrito que las alacenas venían incluidas en la transacción, como decía el anuncio de venta.

La que se llevaron la reemplazamos por la que teníamos en el departamento, que por suerte hacía juego con las otras.

Hoy tomaba mate en la cocina. De repente me quedé pensativa justo enfrente de la alacena que tuvimos que reemplazar. Nunca le presto atención, ya es parte del decorado. Pero hoy la vi y se me ocurrió escribir esta historia.

SINSENTIDO

 

Si la vida es frenesí

Como Calderón decía

Qué me queda para mí

Los sueños se me escaparon

Se perdieron con la fe

Los vi irse de mis manos

Apenas me desperté

Si de ilusiones se vive

Entonces un muerto soy

No tengo casa ni amigos

No sé para dónde voy

¿Qué es la vida?

Un sinsentido

¿Qué es la vida?

Un sinrazón

Un simulacro fallido

De sueños y de pasión

lunes, 16 de noviembre de 2020

Hansel y Gretel, el juicio final

 

El oficial trajo a los acusados, que entraron tomados de la mano. En cuanto atravesaron la puerta, ella apuntó los ojos directamente a mis pies, que estaban sobre el escritorio. Es una pose que tengo tan interiorizada que no la registro. Los bajé enseguida. Se sentaron cada uno en una silla del otro lado del escritorio enfrente mío.

– ¡No había otra solución, oficial! Consideramos que los niños eran lo suficientemente vivos como para sobrevivir por ellos mismos, así que fuimos al bosque y los abandonamos allí. Consideramos que iban a estar bien– la madrastra fue la primera en hablar.

El hecho de que los niños tuvieran cinco y siete años parecía ser un detalle para ella, nada para tener en cuenta. Eso no lo consideraron, se ve.

– Yo no quería abandonarlos – dijo el padre. El dedo índice cortó el aire al señalarla –¡Ella me convenció!

–Ah, ahora resulta que la bruja soy yo, ¿no? ¡No te lo voy a permitir, Alfredo! ¡Vos estuviste de acuerdo!

–Disculpame, Amalia, pero cuando a vos se te mete una idea en la cabeza es imposible decirte que no, no lo niegues.

Empezaron a pelearse entre ellos. Le pedí al oficial que se los llevara de una vez.

El oficial vino con el niño y la niña, uno en cada mano. Le pedí que les trajera una taza de chocolate con vainillas.

– Muchas gracias– dijo el niño– con las vainillas está bien. Ya estamos llenísimos de chocolate.

Les pregunté qué había pasado ese día.

–Mi hermano escuchó una conversación entre nuestro padre y nuestra madrastra.

–Hablaban de dejarnos abandonados en el bosque.

La niña se puso a llorar. El niño la abrazó y siguió hablando:

–Le dije que no se preocupara, que yo iba a tirar miguitas del pan que siempre nos dan, para poder encontrar el camino de vuelta a casa.

–Mi hermano es muy inteligente–dijo la niña con orgullo– pero no nos dimos cuenta de que los pajaritos se iban a comer las migas de pan. Y nos perdimos en el bosque.

La niña lloró más fuerte. Yo no la aguantaba más. El niño tenía una paciencia admirable. Les dije que terminaran de comer las vainillas y le pedí al oficial que se los llevara y trajera a la otra acusada.

–No puedo creer cómo se me escaparon esos pilluelos– la voz chillona retumbó en toda la sala.

Una vez que superé ese sonido, pude observar a una mujer mayor, con un vestido negro suelto que le daba a todo el conjunto la forma de una bola de billar gigante, de la que sobresalía una cabecita chiquita con pelos pajosos de color amarillo y una verruga en la punta de la nariz.

– Por favor, cuénteme lo que pasó– dije, y recé para mis adentros que el olor a podrido que de pronto inundó la sala no tuviera su origen en un pedo de la señora.

Miré al taquígrafo y noté un atisbo de náuseas en su cara, que corroboraba mi sensación y mi temor.

–Encontré a esos pobres niñitos perdidos en el bosque. El destino me los mandó, pensé. Y los invité a mi casa. La niña me volvía loca con su llanto así que la hice mi sirvienta. Le dije que cocinara para engordar al hermano para comérmelo. Y que si no me obedecía y seguía llorando me la iba a comer a ella también. ¡Pero ese niño no engorda ni aunque se coma una casa de chocolate entera!

La señora se puso a llorar. ¡Ya era el colmo! El taquígrafo me miraba implorando piedad. Había sido una jornada intensa y estábamos los dos agotados.

Le dije al oficial que se llevara a la señora y nos fuimos, el taquígrafo y yo, a un after office para relajarnos y terminar el día con una cerveza y una picada. Nos lo merecíamos. al día siguiente nos tocaba interrogar a los pajaritos del bosque, que todos sabemos que son de hablar mucho e interrumpirse entre ellos. Iba a ser una tarea difícil.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Cuidado con lo que hacés

 No pude callar el grito. Ahí estaba Godofredo. Su cuerpito exangüe, después de haber dado una dura batalla por sobrevivir. Clavado con crueldad a una cruz hecha con un par de perchas, lo que lo obligaba a adoptar una posición extraña, como de alguien que padeciera escoliosis, o sifosis, o alguna de esas malformaciones en la columna.

Parecía una burla del destino. Godofredo había sido un regalo de mi exmarido, en alguno de sus momentos de culpa por todos los cuernos me había metido durante el matrimonio. Me lo regaló con ese nombre horrible ya elegido y todo. Me dijo que Godofredo significaba protección de los dioses, y que si bien ya no estábamos juntos, él me deseaba lo mejor y quería que yo estuviera protegida. No supe si agradecerle o putearlo. Primero porque me sentía mucho más protegida estando si él. Sin mi ex, digo. Y sin Godofredo también. Segundo, porque no me gustan los animales, nunca quise tener uno cuando estábamos juntos por lo que no entendí si era su típica falta de registro hacia mis sentimientos o lisa y llanamente su venganza por haber tomado las riendas de mi vida y decidido que el hecho de que se hubiera acostado con casi la mitad del sector femenino de mi familia ya era suficiente para mí. Pero el bicho no tenía la culpa y me miraba con una ternura que me derritió. Paradójicamente, viniendo de mi ex, los perros son el emblema de la fidelidad, así que no tuve más remedio que aceptarlo en mi nueva vida.
Verlo así, muerto de esa forma, sin entender quién podría haber hecho algo semejante, fue devastador. Fui a la cocina y me preparé un sándwich de mortadela para superar la muerte del animalito. Abrí una lata de cerveza que me tomé de un solo trago. El alcohol no es lo mío, así que al toque fui al baño. No me decidía en los pasos a seguir: hacer pis y vomitar, eso seguro. Lo que no me quedaba claro era el orden, porque además estaba un poco mareada y con unas terribles ganas de acostarme a dormir. No lo dije, pero la cerveza me da mucho sueño. Una vez resuelto el tema de qué líquido expulsar primero de mi cuerpo, más liviana, pasé por el living evitando mirar a Godofredo, que seguía ahí, colgado de la pared en su cruz, como un Jesús del mundo mascotil. Antes de que me agarraran náuseas otra vez, me acosté a dormir.
Me desperté a las cuatro horas, con el ferviente deseo de que todo hubiera sido un mal sueño y Godofredo no estuviera ahí. No sabía qué hacer con él. No me quería ni acercar. Confieso que tenía la ilusión de que si esperaba tres días iba a resucitar y despertarme a lengüetazos como era su asquerosa costumbre. Mi exmarido sí que sabía cómo molestarme.
En ese estado alterado abrí mi casilla de mensajes de mails. Tenía un montón de mensajes atrasados, pero hubo uno que particularmente me llamó la atención porque me lo había mandado yo misma. Lo abrí, sorprendida: “cuidado con lo que hacés”, decía.
Me respondí: “obvio, yo siempre tengo cuidado con lo que hago, muchas gracias por avisarme de todos modos”. Lo envié. Chequeé el resto de los mensajes y me fui a resolver qué hacía con el pobre Godofredo.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Cincuenta ventanas y ningún jazmín

 

De Baldomera Valeria Wald 

Cincuenta ventanas

Tiene este edificio

Cincuenta ventanas

Y ningún jazmín

La pálida gente

Que habita esas casas

No quieren colores

Ni aromas sentir

Un canto rodado no canta ni rueda

Lloran las ventanas

Sin la primavera

Qué el verde desborde

Y el blanco también

Y el rojo, el naranja,

violeta, amarillo,

Ver algún capullo asomar al fin

Pobre gente triste

No sabe de fiestas

 de risas

De verde

del viento sentir

No quieren a nadie

No cuidan la vida

Cincuenta ventanas y ningún jazmín


jueves, 12 de noviembre de 2020

No es posible el silencio

 

Un pájaro a lo lejos

Un auto que respira agitado

Por su caño de escape

Una moto que arranca

Un día de trabajo

Otro auto

Una puerta que se cierra

Otra

Se abre

El tic tac del reloj

Constante

Como el tiempo

Como los latidos del corazón

Como la sangre que recorre los cuerpos

No es posible el silencio

Mientras estemos vivos

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

La mañana de Raquel

 

Entre sueños oye un ruido molesto y constante. No lo puede creer. Siente que recién se acaba de quedar dormida, pero se ve que no. Aplasta la alarma del despertador. No lo apaga. En diez minutos va a volver a sonar. Todas las mañanas lo mismo. Así, de a diez minutos, termina levantándome una hora después. El marido putea religiosamente cada diez minutos, y le pregunta por qué mierda no lo pone directamente una hora después. Raquel le responde lo que él ya sabe, que necesita tiempo para hacerse a la idea de que se tiene que levantar. No puede levantarse así, de una

Va al baño. Hace pis, para estar más liviana. Una vez se pesó sin hacer pis, y es como un kilo menos. Se pesa. La balanza marca error. Tiene que comprar pilas. Desde que tiene esa balanza, nunca le cambió las pilas. Se baja. Se vuelve a pesar. Ahora sí. Por ahora, no hace falta comprar pilas, piensa, como todos los miércoles, día de pesarse.

Prende el celular. Chequea los mails desde ahí. Los mensajes de whatsapp.

Ya vestida, pone agua en la pava eléctrica y prepara el mate. Le saca la yerba que dejó de la vez anterior. No lo lava, para horror de su madre. Así, con restos de yerba húmeda, le tira yerba nueva. Con la bombilla adentro, para horror de los que saben preparar bien el mate. Se da cuenta de que puso el agua, pero se olvidó, como casi siempre, de presionar el interruptor, por lo que el agua sigue tan fría como cuando la puso. Ahora sí pone a calentar el agua hasta que hierve, como le gusta a ella. No es que se le hierve, lo hace a propósito, le gusta lavado. Y bien caliente, para horror de los que se queman la lengua, a pesar de su aviso. Y amargo.

Desayuna dos galletas de arroz con queso blanco, sabiendo que en un rato va a querer comerse un paquete entero de chocolinas. Decide engañar al estómago con una manzana, sabiendo de antemano que está condenada a sucumbir, su estómago es muy inteligente como para aceptar el engaño. Así que come la manzana y a los cinco minutos el paquete de chocolinas.

Prende la vela para los arcángeles, que la visitan esta semana. Se los pasó una amiga. Les hizo un altar, donde puso un sobre con tres deseos y el nombre de las tres personas que los van a recibir la semana que viene. También les tuvo que poner una manzana y flores blancas como ofrenda. Parece que la manzana después se puede comer. Las flores no. El marido no lo puede creer, como tantas veces. Su superstiocidad lo supera. Hoy toca la oración al arcángel Gabriel. Raquel espera, de todo corazón, que se cumplan sus deseos. Le gusta la idea de tener ángeles en su casa, para horror de su familia judía.

Agarra su diario personal, un cuaderno chico con espirales de cualquier marca, que cualquiera puede leer, pero confía en que nadie lo hace. Este en particular tiene una foto muy linda del Lago Titicaca en Bolivia y un fondo rojo en la tapa. Escribe cómo se siente, si soñó algo y se lo acuerda, lo escribe también. Escribe lo que tiene que hacer en el día. Prende la computadora para ver lo que ya vio antes en el celular y se pone a trabajar.

 

martes, 10 de noviembre de 2020

Mate amargo

 Mate amargo

Que no puedo compartir

Unicornio rosa

Que no se me perdió

Todo va a salir bien

Todo va a salir bien

Todo va a salir bien

Repito como un mantra

Mañana será otro día

Que salga el sol

Que salga

El sol

Familia tipo

 Pasión desenfrenada

Besos salvajes

Dos cepillos de dientes

Dudas

Miedo

Decisión

Libreta roja

Miedo otra vez

Decisión

Pasión desenfrenada

Besos salvajes

Tres cepillos de dientes

Vacaciones en el mar

Vacaciones en la montaña

Sin miedo y con decisión

Pasión desenfrenada

Besos salvajes

No todo es tan sencillo esta vez

Pasión agotada

Besos para acompañarse 

Dudas sobre el futuro

Al fin,

Cuatro cepillos de dientes

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Ruidos

 Espero poder dormir esta noche. No sé qué le pasa a mi vecino, todas las noches, tipo una de la mañana empieza a hacer unos ruidos extraños. No quiero ser mal pensada y creer que está garchando, pero los ruidos que hace no me dejan pensar en otra cosa. Eso, o la está matando, por los gritos de ella. No sé si quejarme o no. No quiero dar la idea de vieja vinagre, que no deja que los demás garchen libremente por la vida, pero ¡todas las noches! ¿Qué le pasa a la juventud? En mis épocas éramos más cuidadosos por lo menos. Mirá si me iban a escuchar a mí gritar así alguna vez. Bueno, quizás nunca estuve con nadie como el vecino, tengo que reconocer.

Tampoco soy de meterme en la vida de los demás, ¿eh? No se vayan a creer. Que cada uno haga de su culo un pito, como decía mi abuela. Pero ¡qué energía! ¡Todas las noches!
Parece que ahí empieza. Tranquilo, de a poco, como siempre. Ya sé lo que sigue. Gritos y gemidos. Me tapo la cabeza con la almohada, pero no puedo evitar espiar con el oído. ¿Que cómo se espía con el oído? ¡Qué sé yo! No, no es que pongo un vaso en la pared para escuchar, ¡lo único que falta! No, yo no hago eso. Pero de taparme la cabeza completamente y hacer fuerza para no escuchar, empiezo a aflojar la almohada de a poquito. Espío por el oído, como ya dije. Es más fuerte que yo. Me hipnotiza el hijo de puta. ¿Qué le estará haciendo para que ella se ponga así? No puedo ni imaginarlo. En realidad, sí puedo. Ese es el problema. Tengo demasiada imaginación. Y ellos ayudan, también. Si vieran los ruidos que hacen. Se me hace agua la boca. En realidad, un poco más abajo se me hace agua, pero no quiero entrar en detalles tampoco. No vienen al caso.
Pará, algo pasó. Gritan, pero no son los mismos gritos de siempre. ¿Se están peleando? Sí, se están peleando. Qué lástima. Una pareja tan linda. ¿Serán pareja? ¿Será siempre la misma? Casados con otros no están, si no, no podrían verse todas las noches. Bah, digo yo. Nunca se sabe. Cada pareja es un mundo, como decía mi abuela. Y nunca falta un roto para un descosido, también decía. No sé si viene al caso en este caso, pero como venía diciendo las cosas que decía mi abuela…
Eso que escuché parece un portazo. ¿Se fue? Y bueno, se habrá cansado de tanto darle y darle la pobre chica. Una no es un objeto sexual tampoco. ¿Pobre chica? Estoy loca, ¡qué pobre chica! ¡Agradecida tendría que estar de que la hagan sentir así! Tengo ganas de seguirla y decirle que lo piense bien, que no deje a ese muchacho que tantas satisfacciones le da. Pero es tarde y ya estoy en la cama. Además, yo no soy ninguna metida, no se vayan a creer. Escucho porque no me queda otra, ellos gritan que parecen animales salvajes. Ni me voy a meter. Cada uno sabe qué hace con su vida. Y si no sabe, que aprenda, como decía mi abuela.
Finalmente me animé y fui a hablar con él. De buena forma, por supuesto, soy una dama. Le pedí por favor que no hiciera tanto ruido de noche, que los vecinos queríamos dormir. Sí, le dije los vecinos. Tampoco le iba a andar aclarando que ni idea de lo que hacen mis vecinos. Yo no soy ninguna chusma. Pero para el caso me pareció mejor que piense que éramos varios los que estábamos molestos con los ruidos que él y esa chica hacían. Pobrecito, casi se muere de la vergüenza. Y eso que no hice ninguna referencia directa. Pero se ve qué sabía perfectamente de qué le estaba hablando. Parece que la chica lo dejó. Casi se me pone a llorar. Se deshacía en disculpas. Jovencito el muchacho. Muy amable. Sí, me estoy vistiendo para ir a cenar con él. Me invitó para compensarme por las molestias ocasionadas. No me miren de esa forma. Yo siempre me pinto y me arreglo así para visitar a los vecinos. Soy una dama.