Y si todo esto
no es más
que un mal sueño
colectivo
La pregunta es
Qué va a pasar
Cuando despertemos
Y si todo esto
no es más
que un mal sueño
colectivo
La pregunta es
Qué va a pasar
Cuando despertemos
La mañana llueve
Como mi corazón
La lluvia limpia
Como las lágrimas
Que caen
Chaparronean
En el cielo oscuro
Cada tanto un relámpago
Chispazo iluminado
Precede al trueno
Bramido
De furia
Que propicia la catarsis
Acá estoy
Esperando
Que pase la tormenta
Y salga el sol
El camino
como una pasarela
Tensión
Miedo
Incomodidad
Tres hombres sentados
en un banco
Al costado
Paso rápido
Mirada al piso de gravilla blanco
Respiración contenida
Nada
Los tres hombres
están concentrados
Uno mira el celular
Los otros dos hablan
entre ellos
Alivio
Sigo caminando
Miro al cielo
Se ve limpio
Así me siento
Soleada
Pienso
Busco en mi memoria
Hace tiempo
Que los hombres
No dicen nada
Cuando pasa una mujer
No todos los hombres
Algunos dinosaurios
todavía quedan
pero van a desaparecer
Charlie dixit
Algo está cambiando
Se nota
Se siente también
Se está cayendo
Se está
Cayendo
Brindemos
Siempre preferí
tener animales adultos. En parte se dio así, en parte siempre me gustó la idea
de quedarme con los que nadie prefiere. Vaya a saber por qué. Identificación o espíritu
reparador, quién sabe.
Cuando una gata
tenía gatitos, todos querían los bebitos. Yo prefería a la mamá. Con las
perras, lo mismo.
Un día, llegó
Bella a nuestra vida.
No sabemos muy
bien su historia. Sabemos que la mamá de
Guadalupe quiso tener una perrita. Guadalupe la fue a buscar a un pensionado un
día de mucha lluvia. Se la dieron envuelta en una mantita, y así la llevó hasta
la casa de su mamá. Guadalupe la vio medio gordita y pensó “¿no estará
embarazada?”. A los dos días nacieron sus tres cachorros. La mamá de Guadalupe
no quiso saber nada. Del pensionado dejaron de responder las llamadas y los
mensajes. Guadalupe se llevó a Bella y a los cachorritos a su casa. Los
cachorritos tenían cinco días. A Bella se le cortó la leche. Guadalupe les dio
mamadera. Uno de los cachorritos se murió. Guadalupe, cuando se pudo, regaló a los otros dos. Cuando Bella estuvo
lista, la publicó en adopción. No se llamaba Bella en ese momento.
A diferencia de
cómo se manejaron en el pensionado, Guadalupe avisaba que la perra no estaba castrada.
Me enamoré. La
fui a ver y me la traje. Fue amor mutuo a primera vista.
Es muy miedosa y
asustadiza, pero de a poco se va animando. De no querer salir a la calle, ahora
se desespera y me salta con entusiasmo en cuanto me ve enfilar hacia la puerta.
Por primera vez
que me tocó llevar a castrar a un animal. Siempre los había recibido ya
castrados. Una de las muchas ventajas de
las mascotas adultas. Si bien estoy de acuerdo con que a los animales hay que
castrarlos, es un tema que me da mucha impresión. Y que nunca había tenido que
resolver yo, siempre vino resuelto.
El día que traje
a Bella, arreglé con Guadalupe que me iban a acompañar a castrarla, si decidía
quedármela. Había que ver cómo se llevaba con mi gata. Bella es un amor con Mía,
que de a poco la va aceptando. Muy de a poco.
Finalmente,
llegó el día de ir a la veterinaria. Estaba tan nerviosa como si me fueran a
operar a mí. Menos mal que estaba Guadalupe, que ya había pasado por eso con
sus gatos, que fuimos a una veterinaria que ella conocía bien y que se portaron
todos amorosamente. Mi debut fue un éxito completo. Bella, por ahora, prefiere
no opinar.
Volví de la
veterinaria con una perra zombie que me seguía a todos lados a los tropezones,
lo que me daba una mezcla de ternura y culpa. A las horas ya estaba recuperada.
Todas las personas a las que les taladré la cabeza con el tema (perdón) me
habían dicho que se recuperan muy rápido. Tenían razón. Al rato ya estaba
ladrándole a todo lo que se moviera, como siempre.
Me emancipé de
Guadalupe. No le gustan los perros, dice.
También dice que nunca más se mete en una cosa así, que lloró con cada
cachorrito que se fue, y que seguramente va a extrañar a Bella, aunque no
quiere tener un perro.
En diez días
tengo que llevar a mi perra a la veterinaria a que le saquen los puntos.
Un alivio. Que
esté castrada y que esté bien.
Parece que se
agrandó la familia.
Por primera vez en mucho tiempo tengo
para adelante un día tranquilo. Nada para hacer hoy.
Tomo mate mientras mi hija ve videos
para hacer manualidades y tortas. Me dice que hacen cosas con formas que a
cualquier niño le gustaría, según sus textuales palabras. Eligió un video donde
enseñan a hacer una máquina de helados.
Tomo mate. Qué lindo tener un día para
mí. Tranquila, sin que nadie me moleste.
Para mí soy buena dibujante, dice mi
hija. Tiene que ver con algo del video, que no escucho porque estoy
escribiendo. Ella cree que lo vemos juntas, pero yo quiero aprovechar el poco
tiempo que tengo para escribir.
Magia, dice mi hija, ¿viste?
No, no vi.
Quiero corregir mi monólogo para el
curso de stand up y escribir algo sobre una traición. Me gusta el tema, tengo
que pensar una traición. Alguien que me haya traicionado. O alguien a quien yo
haya traicionado. O que me hayan contado.
¿Qué es modestia?
Ufff, difícil esa. Le explico como
puedo.
Parece que alguien del video dijo que
era el rey de la modestia.
Me acuerdo de un novio con el que salí
cinco meses. Cuando me dejó le pregunté si me había metido los cuernos. Me
respondió: “¿a partir de qué mes?”. El tema es que no tengo mucho más que eso
para contar. Es una traición, pero más allá de que me acuerdo hasta hoy por la
caradurez de la respuesta, es algo que me causa gracia más que dolor. Supongo
que en su momento me habrá dolido, pero tampoco fue una gran historia. No,
tiene que ser algo más jugado.
¿Cuál es tu sabor de helado favorito?
Me cuesta responder, estaba en otra
cosa.
Dulce de leche, le digo luego de un
esfuerzo mental.
Me cuenta todos los sabores de helados
que le gustan. No se decide por ninguno. Logra que le preste atención y tenemos
una conversación sobre helados. Nos ponemos de acuerdo en que a las dos nos
gusta la crema rusa.
Intento volver al texto. Imposible
concentrarse. Creo que lo voy a dejar para después. Total, tengo todo el día
para escribir.
El video explica cómo hacer una torta
con caramelos de colores. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta. ¿De
dónde sacaron caramelos con tantos colores? Soy muy inútil para toda cuestión
culinaria, pero admiro a la gente habilidosa y creativa. La torta es increíble.
Ella me abraza muy fuerte, casi que me
duele. Me gusta que por fin hagamos algo juntas, me dice.
-Quisiste
tener hijos, tuvimos hijos. Una casa mejor, en un barrio más concheto. La tuvimos.
Después quisiste que nos fuéramos de vacaciones todos los años. ¡A lugares cada
vez más lindos! Y salir seguido. Y vernos con amigos. ¡Todo el tiempo querés
hacer cosas conmigo! ¡Y todas cosas divertidas, por favor!. La vida no es
diversión, sabelo. Tengo miedo de que nunca estés conforme y me pidas cada vez
más. Sos insaciable. Sí, no me mires con esa cara, sos así. Te lo digo en
serio, me das miedo. ¡A vos nada te alcanza!
No
pudo responder, no le salían las palabras. Se dio cuenta de que no bastaba con
hacerle saber que la puerta estaba abierta y que era libre de irse cuando
quisiera. Era necesario, además, darle la patada en el culo que se merecía, así
tomaba impulso y se iba de una buena vez.
Cuando Yao Hsien
decidió volver a Taiwán, eligió llevarse la perra.
–¿La querés a
Sofía? – me preguntó.
En mi vida había
tenido un gato. Siempre fui de los perros. Me acababa de mudar sola y me dije “¿por
qué no?”
Sofía era una
siamesa de tres años, hacía sus necesidades en las piedritas y estaba castrada,
lo que me resolvía un tema que en ese momento no tenía tan claro como ahora.
La fui a buscar
a la casa y me la traje en un taxi. A upa. No puedo creer lo inconsciente que
fui. Y lo bien que me salió. Sofía estaba tan asustada que se aferraba a mí.
Eso sí, ni una uña me clavó, a pesar del miedo.
Llegamos a mi
casa y se metió debajo de la cama. Y de ahí no salió en todo el día.
Me sentí
estafada. La verdad que para tener una mascota así, era lo mismo que nada.
Llegó la noche y
seguíamos en la misma. Me fui a dormir.
Me desperté a
las tres de la mañana porque unos ojos me estaban mirando desde el respaldo de
la cama, que también era como una repisa.
Sofía me observaba. Se empezó a acercar. No sé quién de las dos estaba más
asustada. La acaricié y se acurrucó junto a mí. Así dormimos esa noche y todas
las que siguieron, hasta que me casé.
Sofía era un
perro en el cuerpo de un gato, me seguía a todos lados, maullaba si me iba,
venía si la llamaba. Eso sí, nunca logré bañarla ni sacarla a pasear con la
correa. No hubo manera.
Me casé y la llevé
conmigo, no tardó ni media hora en adaptarse al nuevo hogar.
Cuando nació mi
hijo, se mezclaban el llanto del bebé y los maullidos de Sofi, que sonaban
igual. Era muy gracioso cómo se sincronizaban.
Cuando perdí el
siguiente embarazo, entendió mi tristeza y acompañó en silencio.
Cuando nació mi
nena, se acostaban las dos juntas en cuatro patas. Mi hija la imitaba.
De repente, se
enfermó, de la nada. Y ahí me di cuenta de que ya tenía 16 años. No podía
soportar la idea de que no estuviera más. No lo podía resistir, me negaba a
pesar de conocer todas las frases de rigor: que ya era viejita, que había
vivido feliz y muy querida, que era lo mejor para ella. Nada me servía. La
angustia de que Sofi no estuviera más en casa era asfixiante.
Intentamos todo lo posible, pero no hubo caso.
Todavía la
extraño.
-
Tendría tres o cuatro años.
Estábamos en la pileta de la
quinta, éramos varios chicos. Había adultos también. Los chicos caminábamos
alrededor de la pileta llevando un gomón entre todos. No sé por qué, eso era
muy divertido para nosotros. Dábamos vueltas y vueltas alrededor de la pileta. Yo
sentía que cada vez estaba más cerca del borde, y me desesperaba. Nadie más
parecía darse cuenta. En lugar de decirlo, la angustia y la bronca iban
subiendo por mi garganta. ¿No se daban cuenta de que me estaban empujando? No,
no se daban cuenta.
Finalmente, caí. Me hundía cada
vez más profundo. Veía las burbujas subiendo mientras yo bajaba y bajaba, y
nunca llegaba al piso de la pileta. Fue
un instante mágico y eterno en el que el tiempo se detuvo para mí. No recuerdo quién de los adultos me rescató, pero alguien se tiró y me sacó
de la pileta. Habrá sido un segundo que estuve cayendo, para mí fueron siglos.
A la distancia, lo veo como una aventura donde perdí toda dimensión del espacio
y el tiempo. En ese momento, me enojó muchísimo que me hubieran empujado.
Incluso sin querer, ¿cómo no se dieron cuenta?
No dije nada. No sé si de tímida
o por toda el agua que había tragado.
Somos
amigos se repetían. Tanto que se lo creyeron. Ostentaban orgullosos esa amistad
casta y pura. Impoluta. Se enojaban con quien pudiera insinuar siquiera algo más.
Hasta que
un día (siempre hay un día) la química hizo lo suyo. Y esos años de amistad
contenida explotaron en un orgasmo que los dejó inermes. Azorados. Plenos.
Sin
ceremonias, sin que mediaran palabras, con esa magia con la que siempre adivinaban
lo que pensaba el otro, no volvieron a
verse.