miércoles, 13 de abril de 2022

La camarera

 

Ella era una artista pero tenía que ganarse el mango. Era su primer día de trabajo en el restaurante. Estaba muy nerviosa. Le preocupaba no acordarse de lo que le pidieran y que los clientes se enojaran. No entendía cómo hacían los mozos para recordar los pedidos, algunos ni anotaban. Más miedo le daba que se le cayera una bandeja. O peor, que se le cayera sobre un cliente. El horror.

Le explicaron todo rápido y de mala manera. Cómo era el tema de las comandas. El restaurante tenía siete comandas: comida, bebida, postres, tortas, vinos, tragos, cafetería. Pensó que nunca iba a ser capaz de manejar todo eso. La transpiración hacía que se le pegara la ropa al cuerpo. El delantal encima de la ropa no ayudaba.

Sin darle tiempo a procesar toda la información, la mandaron al ruedo.

Primero, a fajinar.

—¿A qué? —Preguntó. “Fajinar” le sonaba a ponerse un cinturón sobre las bombachas de gaucho. Le encantaban los gauchos y todo lo que tuviera que ver con el folclore.

—¿Entendiste lo que te dije?

—Perdón, ¿me podés repetir? —tenía que prestar atención, pensó. También pensó en ir a una peña a la salida del trabajo.

—Le tenés que pasar un trapo con alcohol a todos los utensilios que lavaron anoche antes de ponerlos en las mesas.

Estaba en medio de esa labor. No era esa la tarea de una camarera, pensaba, no terminaba más. Así nunca iba a atender gente. La paga era una miseria, pero le habían dicho que las propinas eran buenas. ¿Y eso que tiene que ver? pensó cuando le dijeron exactamente eso: “el sueldo no es gran cosa pero la gente da buenas propinas”.

—Dejá, Luisa te reemplaza, andá a poner las tostadas a hornear— le dijo una compañera.

Mejor, estaba harta de fajinar.

Entró a la cocina y se arrepintió de haberse alegrado. Una mesa del largo de la pared más larga llena de tostaditas la esperaba. El horno, como un dragón a punto de incendiarlo todo, ya estaba prendido. Tenía que pasarle a cada tostada un pincel con aceite de oliva y orégano y ponerla en una bandeja, y así con todas. Eran muchísimas. Sentía la mirada de los cocineros, que no la ayudaban. Al contrario, se reían de ella. No alevosamente, pero sí como para que se diera cuenta de que notaban su torpeza y lentitud. Es que era muy prolija y obsesiva, le prestaba atención a untar bien cada tostada. Eso le llevaba tiempo. Meter las fuentes de tostadas en el horno sin quemarse ni que ninguna chispa la alcanzara fue toda una proeza. Y que las tostadas le salieran doraditas, crocantes por fuera y blandas por dentro, hizo que se ganara el aplauso de los que estaban en la cocina.

Bajó al salón contenta. Nerviosa de tener que atender a la gente, pero al fin iba a poder ganar algún dinero extra con las tan prometidas propinas.

—¿Cómo que recién bajás? —le preguntó el dueño—¿Qué hiciste todo este tiempo?

—Horneé las tostadas.

—Ah, no. No me servís. Andate.

Cuando entendió lo que acababa de ocurrir, pasó por la caja a cobrar su primer y único día de trabajo y se fue.

Por lo menos zafé de atender a la gente, pensó.

Se acordó de las propinas que el dueño del restaurant no le había dejado ganar.

Andate a la concha de tu madre, vos y tus tostaditas, también pensó.

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