martes, 22 de diciembre de 2020

La Tana y Gabriel

 

La Tana vio el pedido de amistad. El apellido le resultaba familiar. Muy. Pero no lograba sacar de dónde. Se fijó con atención, y también tenía un mensaje de chat de la misma persona. Gabriel, el vecino que tuvo a los 14 años,  había leído su carta y quería contactarse con ella.

Apagó la computadora y se fue a dormir.

Dejó pasar varios días sin decidirse a responder. El dolor de la pérdida del embarazo persistía, una herida que todavía sangraba la mayoría del tiempo. Necesitaba distraerse con algo ajeno a lo que les había pasado. Encima Rulo era un alma en pena y entre los dos potenciaban la depresión. Se inventó todas las excusas, se dijo que hasta le haría bien a la pareja que ella se distrajera un poco. Total, ¿qué mal hacía? Era escribir en un chat nomás, no ir a un telo.

Lo vio conectado. Se decidió.

-Hola, cómo estás?

-Bien, y vos?

-Bien.

No era un comienzo muy brillante que digamos. Vamos, Gabriel, media pila. Vos te contactaste conmigo. Contame algo, chabón, dale.

-Ahora yo también tomo cerveza.

Bueno, vamos mejorando.

-Yo tomo coca light, jajaja

-Jajajaja

-Qué es de tu vida?

-Tranqui, trabajo. Tengo una hija divina.

-Ah.

-Y vos?

-Yo estoy en pareja. Con la pandemia nos fuimos a vivir juntos. Acabo de perder un embarazo.

-Uh, qué bajón!

-Sí.

-Bueno, ya va a venir.

-Tengo 49 años, Gabriel.

-Cierto, yo 52.

-Sí, siempre fuiste más grande que yo, jajaja

-Jajajaj

- Y estás casado?

- Hace 18 años.

- Apa! Y todo bien?

-Tan bien como se puede estar después de estar casado por casi veinte años.

No sabía qué había esperado escuchar. O leer. Pero no era eso. Algo no estaba bien. Se dio cuenta de que no había respuesta posible para Gabriel. Si estaba bien con su esposa, la Tana no se iba a meter a arruinar las cosas, no era su estilo. Pero la idea de estar veinte años con alguien y terminar chateando con otra persona, que no ves hace más de treinta años y con la que tampoco tuviste más que un encuentro frustrado, solo porque esa persona posteó una carta a la que te aferrás como un salvavidas, le pareció patética.

Y en definitiva, eso era lo que estaba haciendo ella también en ese momento.

La epifanía le pegó como un puñetazo en el estómago.

Eliminó a Gabriel de sus amigos.

Decidió que ya estaba bien de batón. Se bañó. Estrenó todos los productos para el pelo que todavía no había abierto desde que volvió del hospital. Se peinó y así, con el pelo todo mojado, le propuso a Rulo salir a caminar. Rulo la miró, asombrado, pero se aprontó enseguida. A la Tana le pareció ver una sonrisa a través del barbijo.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Terremoto

 

Buenos Aires, 1978

    Sentía que se ahogaba. Caía cada vez más hondo y no podía respirar. La despertó su padre.

-         -  ¡Terremoto!- gritó- ¡tenemos que salir a la calle!

Todavía dormida, se levantó de la cama.

-         ¡Por el ascensor no! ¡Bajemos por la escalera!

-            Los vecinos corrían escaleras abajo. Laura y su familia se sumaron al grupo. Se oían llantos y gritos. Algunos bajaban con sus mascotas, lo que sumaba más confusión a la situación ya de por sí confusa. Otros, más materialistas, iban con sus pertenencias a cuestas. Los más valientes, o desesperados, ya en los pisos más bajos, se tiraban por el pasamano de la escalera. Un niño lloraba, solo en un rincón. Laura lo agarró para sacarlo de ahí. El pequeño no quería ir con ella, pedía por su mamá, que apareció justo en ese momento. Había quedado trabada en el tumulto de gente que bajaba apresurada. Salieron todos a la calle. Quedaron parados en medio de la avenida. Era casi madrugada y no pasaban autos a esa hora. Además, las veredas no eran seguras con los edificios que se tambaleaban por la fuerza del sismo. Laura se sentía en el centro de una película de catástrofe.  Escuchaba el griterío general, la angustia de no entender lo que pasaba.

    La mamá la abrazó. Era raro sentir ese calor en medio de tanta incertidumbre. Nadie sabía muy bien qué hacer.

    De repente se hizo silencio. Todos miraron hacia arriba, hacia donde los edificios cortaban el cielo de la mañana. Ya no se movían. Ni rastros del terremoto.

-         Dicen que en Chile fue terrible, se sintió muy fuerte- comentó alguien.

-           -Y sí, si también lo sentimos nosotros, tiene que haber sido tremendo – contestó alguien más. 

    Laura tenía diez años y este era su primer terremoto. En Argentina no pasa casi nunca. Este fue en Chile, y se sintió hasta Buenos Aires.

-           -Bueno, parece que ya pasó – dijo otro.

    El grupo se fue dispersando, cada uno volvía para su casa. Laura y su familia también.

    La brisa de la mañana sobre su cuerpo le hizo darse cuenta de algo que no había registrado en medio del apuro con el que fue obligada a salir. Tenía la parte de abajo del pijama nada más, un short. Al calor de la noche se había sacado la remera. Y así bajó. Nadie notó nada, en medio de la vorágine. Solo ella, una vez que todo hubo terminado, tomó conciencia, por primera vez, de los pechos que apenas asomaban. De su desnudez. Se cruzó de brazos para poder taparlos disimuladamente, mientras volvía para su casa.

lunes, 14 de diciembre de 2020

La pérdida (Tana y Rulo)

 

Las 16 semanas habían sido con pérdidas. Le habían aconsejado reposo, pero la Tana no sabía lo que era eso. También le habían aconsejado no hacerse problema, pero nadie le había dicho cómo hacer para evitar el insomnio, el trabajo que se le acumulaba. No sabía cómo, pero el tiempo pasaba volando y no hacía nada. Y cuando por fin lograba concentrarse en el trabajo, las náuseas o un dolor de cabeza fuertísimo la dejaban agotada y lo único que podía hacer era tirarse en la cama y dormir. Eso si las ganas de hacer pis no la despertaban.

Esa mañana, cuando fue al baño vio que estaba indispuesta. Algo no anda bien, pensó.

Fueron con Rulo a la guardia. Le hicieron una ecografía. El bebé estaba bien. La placenta, previa. Adiós a sus planes de saber cómo sería tener un parto normal.

—Bueno, vas a cesárea y listo —  Rulo interrumpió sus pensamientos.

—Es increíble, pensás como un médico — le dijo el técnico con orgullo, contento de que hubiera alguien racional ahí, no como la loca tirada en la camilla con las piernas abiertas que no sabía a quién de los dos matar primero.

Esa tarde intentó dormir para no pensar demasiado. Le dolía mucho la panza, sentía retortijones a cada rato. El dolor era cada vez más intenso. Se puso en posición fetal a ver si con eso lo atenuaba un poco, y ahí sintió cómo algo se le desgarraba por dentro. La sangre empezó a salir a borbotones. Manchó todas las sábanas. Asustada fue al baño, mientras Rulo llamaba al obstetra. Se sentó en el inodoro y se puso un algodón para frenar la hemorragia, al instante quedó impregnado de sangre, como un protector menstrual pasado. Cuando pensó que las cosas no podían ponerse peor, sintió algo que se le resbalaba por el canal de parto y quedaba colgando entre sus piernas, sin llegar a caer al inodoro. Esto no me puede estar pasando, pensó. No se animaba a mirar. Estiró el momento lo más que pudo, pero no quedaba otra. Con resquemor, abrió las piernas y vio al embrión colgando de culo de un hilito que salía de su cuerpo. Se le escapó un sonido gutural, entre el grito y el llanto. Rulo preguntó desesperado qué había pasado.

¡Lo tengo colgando! — la Tana no se reconoció la voz.

Rulo le pasó el teléfono. El obstetra estaba del otro lado.

¡Lo tengo colgando! — repitió.

Envolvelo en una toalla y andá para la guardia.

Se tomaron un taxi. Llegaron a la clínica. La Tana le pasó la credencial a una recepcionista que no parecía entender demasiado.

Subí al primer piso que te van a hacer una ecografía.

¡Pero lo tengo colgando! ¡Quiero que me lo saquen!

No sé, a mí me dijeron que subas al primer piso.

Dale, subamos —Rulo le pasó el brazo por encima del hombro y subieron por el ascensor.

Rulo finalmente logró comunicarse otra vez con el obstetra, que estaba en otra emergencia en otro lado. La obstetra de guardia también estaba ocupada.

¿Para qué le van a hacer una ecografía? —preguntó el obstetra.

Eso es lo que les dijimos, pero no nos dan bola—contestó Rulo.

A la hora llegó la ecógrafa.

Escuchame— dijo la Tana, —tengo el feto colgando. Si vos querés, yo me bajo el pantalón, pero es todo tuyo, yo no quiero ni verlo.

Ya vuelvo—dijo la ecógrafa.

Al rato unos enfermeros pusieron a la Tana en una camilla y la transladaron a otra sala. La acostaron en otra camilla. Vino la obstetra de guarda, le dijo que se sacara el pantalón y cortó el cordoncito como si fuera un hilo de coser. Llegó el obstetra. Ordenó que la llevaran a quirófano porque había que sacar la placenta.

Cuando la Tana se despertó de la anestesia ya todo se había terminado.

Volvieron en taxi, en silencio, tomados de la mano.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Perico

 

Ayer fue un día especial. Nos visitó Perico.

Empezó así: mi marido, como es su insana costumbre, me llamó a que viera “algo”. Me acerqué con temor de ver una rata, un murciélago o una babosa, mis archiconocidas fobias. Pero no, ahí estaba, entre las bolsas de tierra para macetas que tenemos hace más de un mes y que sigue en la bolsa (la tierra) en lugar de en las macetas (hace más de un mes).

Un lorito. Hermoso.

Nuestra gata lo miró con desinterés y siguió durmiendo, acostada sobre todas las carteras y abrigos que hay en el sillón desde hace más tiempo del que las bolsas con tierra para las macetas están en el piso.

Le dimos pan, lo filmamos. Lo compartimos por whatsapp y por todas las redes sociales.

Quería ver si se dejaba tocar. Agarré una regla de la cartuchera de mi hija para eso, tampoco soy kamikaze. Perico se iba corriendo de lugar, trepaba por la reja de la ventana de una forma muy graciosa, primero con las patitas, y enseguida con el pico, con una coordinación asombrosa. No se dejaba tocar por la regla pero tampoco picoteaba. Por lo que dedujimos que era un loro doméstico. Hasta que en un momento se cansó y le dio un picotazo a la regla. Decidí que mejor lo dejaba tranquilo.

Mi marido le escribió a una vecina, de esas que enseguida ponen manos a la obra, no como nosotros que somos más pachorros, a ver si preguntaba por el barrio, por si el lorito tenía un dueño que lo estuviera buscando.

Tenemos otra vecina, que tiene un loro, pero lo tiene en la foto del whatsapp y no era el que teníamos en casa, definitivamente.

También llegaron consejos sobre cómo alimentarlo o a qué grupos de Facebook recurrir para saber qué se hace con un loro.

Le hablamos, le silbamos, pero se ve que era tímido o que no sabía hablar. O que no quería hablar con nosotros, también podía ser. Comió un poco de banana y mandarina que le dimos. El pan se lo sacamos porque nos dijeron que mejor no, aunque antes otros nos habían dicho que mejor sí.

No sabíamos si queríamos que se quedara o se fuera. Que se quedara porque era hermoso, pero a la vez teníamos miedo de que estuviera enfermo y que por eso no se podía ir. Y queríamos que se fuera porque eso significaba que estaba sano y era un alma libre, ponele.

Finalmente, después de casi un día entero, fue de la reja a la ventana de mi hijo, después a la cornisa, siguió subiendo hasta el parapeto de la pared del patio, tomó carrera y se fue volando. Todo quedó debidamente registrado, era nuestra estrella del día así que lo filmamos casi todo el tiempo.

Si no se iba, la idea era ver cómo lo llevábamos a la veterinaria a controlar que estuviera bien. No sabíamos cómo íbamos a hacer para llevarlo, pero nos íbamos a arreglar, eso seguro.

Fue muy emocionante tenerlo por un día. Nos encariñamos con el lorito.

Esta mañana miré el patio y sentí un vacío verde.

jueves, 3 de diciembre de 2020

Killer

 

Se llamaba Killer y el nombre no le hacía justicia. Era un gran danés negro, una belleza pachorra,  más bueno que Lassie.

Le tenía terror. Mis 6 años lo veían enorme. Sí, más enorme de lo que ya era.  Cada vez que íbamos con mi familia a su casa, los adultos lo encerraban para que yo pudiera jugar tranquila.

Vivía en una casa de varios ambientes con un piso de madera  encerado con mucha prolijidad. Las habitaciones estaban en el primer piso. Muy ordenadas, según mi recuerdo. Demasiado para mi gusto.

En la planta baja estaban la cocina y el comedor, con un ventanal enorme a través del que se veía un jardín lleno de árboles de distinto tipo y plantas con flores.

Killer quedaba encerrado en el jardín, contra su voluntad y yo me quedaba en la pieza de sus pequeños dueños, que tenían mi edad. Hacíamos obras de títeres, y después obligábamos a nuestros padres a verlas. También jugábamos al Senku y al elástico.

Un día, Killer decidió que su bondad no justificaba el encierro y se escapó. Subió las escaleras y vino directo hacia mí. Colocó sus dos patas delanteras sobre mis hombros y quedamos frente a frente, su carota bonachona justo a la altura de la mía. Sentí todo su peso sobre mí, su cara, cuadrada y enorme, que no me permitía otra cosa que mirarlo a los ojos.

Alguien me dijo: “no te asustes, no te va a hacer nada. Acaricialo. Es buenito”.

Apoyé la mano sobre su cabezota. Su mirada me derritió. Sentí un amor distinto a todo lo que había sentido antes.

Empecé a  perseguir a Killer a todos lados para acariciarlo mientras caminaba por toda la casa. Me convertí en una extensión de su cuerpo, mi mano sobre su cabeza a donde quiera que fuese. Quizás mi memoria me traicione pero me parece verlo suplicando que por favor lo encierren en el jardín otra vez para protegerlo de la mocosa pesada que no lo dejaba en paz. En realidad, me  atrevo a decir que él también lo disfrutaba, nunca se separaba de mí. Estar juntos era la combinación perfecta de paz, ternura y diversión.

Así fue como los perros entraron en mi vida.

Y se lo debo a Killer, mi primer gran amor perruno.