miércoles, 4 de octubre de 2023

Mi lugar en el mundo

 

Mi hermano estaba destinado a grandes cosas. Desde chico era el admirado por mis padres por sus salidas ingeniosas.

Cuando a mí me preguntaban que quería ser de grande, mi respuesta era algo tan común como maestra y, un poco más osado, actriz. Logré las dos cosas, así que podría considerarme alguien que cumplió sus objetivos en la vida.

Mi  hermano iba a ser magnate. Mis padres festejaban entusiasmados a su exitoso descendiente que los iba a llenar de yates y mansiones. Por supuesto, no es un magnate, pero eso no quita que esa palabra era mencionada en cada reunión familiar y con amigos. Todos reían y festejaban esa ocurrencia. Ningún otro niño que ellos conocieran tenía planes tan ambiciosos para su futuro.

No me acuerdo cuántos años tendría, supongo que cinco y mi hermano tres cuando nos fuimos de vacaciones a Altántida, en Uruguay. También fue un matrimonio amigo de mis padres, que  tenía una hija de cuatro, Elena.

Era una época en la que  pasaba el lechero y nosotros podíamos jugar en la calle mientras nuestros padres dormían la siesta tranquilos. Se nos ocurrió la gran aventura de dar una vuelta a la manzana. ¿Qué podía salir mal? Como la mayor y más experimentada, tomé las riendas del asunto y me puse a guiar a los pequeños. Si hoy en día me desoriento en la calle, imaginen a los cinco años en un lugar desconocido. Cuando llegamos a la esquina, no sabía qué dirección tomar, las dos calles que se cruzaban me parecían un desierto enorme y desolado. Agarré para donde me pareció que teníamos que ir. Nos perdimos.

Parece que mientras Elena y  yo llorábamos desconsoladamente pensando que nunca más íbamos a ver a nuestras familias, mi  hermano nos decía: “no lloren, chicas, que no estamos perdidos, estamos en la calle”.

Esa es la versión de mis padres de la que descreo, porque ¿cómo saben lo que cuentan si no estaban con nosotros? Lo atribuyo más a la misma ilusión que les hacía que su hijo  quisiera ser magnate.

También cuentan que mi mamá veía venir al lechero en bicicleta con mi hermano en la parte de atrás. Se ve que se iba y llegaba solo al pueblo. Mi mamá ni se daba cuenta hasta que lo  veía llegar muy contento en el cajoncito con las botellas de leche.

Él era el aventurero, el héroe que rescataba a su amiga y a su hermana, mayores, el futuro magnate.

Hasta ahí lo que sé de ese verano en Atlántida. En esa época nuestras vacaciones duraban de diciembre a febrero. Qué tiempos aquellos.

A partir de mis seis años empezamos a ir todos los veranos a Villa Gesell. Y  ahí dijo otra de sus frases célebres.

Villa Gesell tiene una iglesia chiquita en las calles 4 y Buenos Aires. Un domingo paseábamos con el auto y al ver la fila que se hacía para entrar, exclamó: “¡Qué buen negocio esta iNglesia!”

Costó tener ese hermano en el que estaban puestas todas las expectativas. Ni hace falta decir que a mí no me ponían ninguna ficha. Hoy, que finalmente logramos tener una relación de pares, sé que para él tampoco fue fácil sostener ese personaje exitoso que mis padres habían imaginado.

Cuando me casé, en contra de mis suegros que proponían a los gritos Mendoza, nos fuimos a Villa Gesell, que era mi sueño.

Nacieron los chicos y siguiendo la tradición de mi familia de origen, seguimos veraneando ahí, pero ahora una semana o dos como mucho. Los tiempos han cambiado.

Cuando me separé no pensé que iba a volver tan pronto. Al año conocí a mi novio, que es viudo y también veraneaba con su familia ahí. Por esas cosas de la química planificamos un viaje enseguida de conocernos. Dijimos: Gesell, ¿por qué no? Eso sí, a ninguna de las casas que alquilábamos antes con nuestras respectivas familias. Y hacia allá partimos, nosotros y nuestros recuerdos a flor de piel. Cada uno con su duelo, aunque sean duelos muy diferentes; sabemos acompañarnos. Caminamos por la playa, salimos a comer y también cocinamos. Y por supuesto pasamos por la iNglesia, que estaba cerrada ese  día. Le tengo que avisar a mi hermano que no era tan buen negocio. Aunque supongo que ya lo sabe.

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