El ruido que
hace el resaltador sobre el texto que estoy estudiando le llama la atención a
mi gato. De un salto que me sorprende se sube a la mesa. Estruja su hocico frío
contra mi mano derecha, como si quisiera saber qué estoy subrayando. Yo subrayo
todo. La primera lectura subrayo con lápiz; la segunda, con resaltador
amarillo; y esta, la tercera, con verde. Resaltadores fosforescentes. La cuarta
lectura es imposible después de todo ese pastiche.
Ahora el gato
enloqueció. Corre como un endemoniado por toda la casa. Se afila las uñas en
las sillas. Corre otra vez. Se afila las uñas en el sillón blanco, adquirido hace
poco y ya arruinado por los estados de humor erráticos del felino.
Pienso que debo
dejar de estudiar y calmar al gato. Pienso que no debo usar al gato como excusa
para dejar de estudiar.
Pienso que de
repente se hizo silencio, salvo por la chicharra del ascensor que suena, como
siempre, para que nadie deje la puerta abierta. El tema es que apenas abrís ya
empieza a sonar. Yo ya la tengo incorporada, la gente que sube por primera vez
se sorprende de lo pronto que suena. Todos los vecinos se quejan, pero la
alarma es parte del folclore del edificio, igual que las quejas.
El gato ya no
corre. Está acostado en el sillón mientras me observa, con una tranquilidad
pasmosa. Ni rastros quedan del demonio de Tasmania que tiraba adornos de mi
biblioteca hace apenas segundos.
Agarro el
resaltador verde y sigo leyendo.
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