“A todo
individuo le sigue una sombra (…) Si las tendencias reprimidas de la sombra no
fueran más que malas, no habría problema alguno. Pero, de ordinario, la sombra
es tan sólo mezquina, inadecuada y molesta, y no absolutamente mala”.
Carl Gustav
Jung. Psicología y religión
Me atrevo a
contarlo ahora porque ha pasado el tiempo, y porque Lucía, lo sé, a pesar de
haberse obligado a transitar todo un proceso de deconstrucción, nunca podrá
olvidarse de lo que pasó.
Olga había
trabajado en lo de los padres de Lucía desde que ella nació. Era como su
segunda madre, que tuvo el tupé de casarse e irse a vivira Tucumán. Era
tucumana.
Lucía no
recuerda el nombre de la persona que sus padres contrataron en reemplazo,
también con cama adentro. Sí recuerda que era negra y que tenía unas caderas
tan enormes como sus tetas. Hablaba suavecito, como cantando. Era de Santo
Domingo.
A Lucía se
le mezclan los recuerdos, no termina de acomodar cómo fueron los
acontecimientos.
Había
obreros en la casa, seguramente contratados por sus padres. Su madre la llama y
le dice a uno de ellos:
-
Repetile
lo que me acabás de decir a mí.
-
Le
dije a su mamá que usted es muy linda, pero que está un poco gordita.
Lucía no
sabe qué contestar ni qué sentir.
En la
cocina, la empleada le está cocinando papas fritas, que sabe que le encantan.
-
A
Olga le salían mejor- dice Lucía, pero se las come igual.
Lucía la
odia, no sabe por qué. Le da ternura también. Cuando la escucha en su pieza
contestarle al televisor. Le da tristeza la historia de la pobre dominicana,
que quería ir a Estados Unidos y terminó en Argentina, estafada, y en la casa
de una nena caprichosa que no se la hace más fácil. Sus hijos quedaron en Santo
Domingo y ella no puede volver porque no tiene plata.
Están en la
cocina, el obrero se acerca a Lucía, le pellizca el rollito que se le hace en
la espalda y le dice en el oído “gordita”. Lucía no entiende qué pasa, pero
tiene miedo.
Todos los
días arregla para ir a lo de alguna amiga. No quiere que el obrero se le vuelva
a acercar. O invita amigas a su casa para burlarse de la dominicana.
Ven una
mancha en la alfombra y Lucía le reprocha a la empleada que está sucia.
-
No
es un sucio, es un quemado- responde la empleada.
Ellas se ríen y la imitan: “no es un sucio, es
un quemado”.
Lucía ve al obrero que sonríe. Su mamá habrá
salido, como siempre. Algo se le pasa por la cabeza, pero el pensamiento se va.
La dominicana pela choclos. Les tiene terror a
los gusanos. Lucía le acaricia el cuello por atrás, simulando ser un gusano. La
dominicana inmensa se cae al piso. Se va a llorar a su pieza.
Lucía está fuera de sí, frenéticamente feliz
con el sufrimiento de la otra. La idea se le termina de formar. Sabe que es dar
un paso sin retorno, que la vida no va a ser igual después, pero no puede
volver atrás. Con un gesto invita al obrero a la pieza de la dominicana.
-
¡Lucía!
¿Qué pasa? - fue lo último que le escuché decir antes de cerrar la puerta.
Me acuerdo de todo, sus gritos de dolor, la cara con la que me miró después. No me puedo acordar su nombre.
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