sábado, 24 de octubre de 2020

Mi amiga estaba equivocada

 

A mis 14 años me vi atacada por un desborde hormonal que no sabía cómo manejar. Vivía entre el miedo y el asombro, todo lo masculino se me hacía amenazante y a la vez me atraía como la miel a las moscas. Bueno, no sé si esa es la metáfora más adecuada, pero se entiende, supongo. Los hombres me daban miedo, pero también me atraían de una forma que mi cuerpo recién desarrollado no lograba comprender. De repente, todos me parecían hermosos. Mi mente todavía niña transformaba lo que hoy denominaría una calentura feroz en una historia de amor, con casamiento e hijos incluidos. No importaba que la persona en cuestión estuviera casada, fuera un profesor o un amigo de mi papá. Todos entraban en la categoría “garchables”, pero esas palabras ni pasaban por mi cabeza en ese momento. Sí por mi cuerpo, claro está. No lograba entender ni manejar lo que me pasaba. Tampoco sabía a quién recurrir. En la escuela, donde los prejuicios estaban a la orden del día, no podía contar con mis amigas, tan reprimidas como yo. Con mis padres, menos todavía.

En medio de ese vértigo de sensaciones, nos fuimos de vacaciones al mar. Ahí lo conocí, era un año más chico que yo, y bien feo. Pero feo de verdad. No podía creer mi suerte. Quería tener un amigo del que no me fuera a enamorar, y él era perfecto.

Empezamos a salir de noche. Volvíamos tarde. Al día siguiente, nuestros padres nos despertaban para ir a la playa. Llegábamos y nos tirábamos en la arena de la carpa a seguir durmiendo, por supuesto. Si no dábamos más. Fueron los primeros encontronazos con mis padres, pequeños desacuerdos que irían creciendo a medida que crecíamos todos.

Mi cuerpo me daba mucha vergüenza. Usaba un buzo y un pantalón arriba de la malla, que me sacaba solo para ir al agua. Iba cubierta con una toalla, que me sacaba solo para meterme al mar, y me volvía a poner en cuanto salía.¨

Encima, había ido a una peluquería a cortarme el pelo, me habían hecho un desastre: un entresacado horrendo. Tengo pelo ondulado, el entresacado me lo infla mal. Mi mamá, una dulce, me decía “Medusa”.

Todo esto a él no parecía importarle. Se sentaba siempre al lado mío. Caminábamos juntos. De a poco empecé a maldecir mi suerte. Me estaba empezando a gustar. Cada vez más. Las miradas eran cada vez más intensas. No lo podía creer. ¡Estaba poseída, no se salvaba uno! Después de varios amagues que no llegaron a término lo que sí llegó a término fueron las vacaciones.

Pasó a ser el amor de mi vida inmediatamente. La persona con la que yo iba a debutar (porque ya a esa altura las fantasías sexuales estaban a la orden del día), casarme, tener hijos y envejecer juntos. Que no lo viera más era un detalle. Él era para mí. Lo único estable que logré tener en esa época en la que mi vida se desmoronó completamente. Las relaciones con mis padres se pusieron cada vez más densas. Mi mente adolescente era un infierno en plena ebullición.

Empecé a tener mis primeros novios, que duraban lo que duran los novios a esa edad. Ante cada ruptura, él volvía a mis fantasías. Pasaban los años y yo seguía pensando qué pasaría si lo volviera a ver. Mis amigas ya estaban hartas de ese amor que era el leit motiv de mi vida. Una vez una me dijo: “¡vas a estar casada y con hijos y vas a seguir enamorada de él!”. Nos tentamos. De la risa pasé al llanto. Sentía que mi vida era una mierda y mi situación, patética. Enamorada de alguien que nunca fue, que ni siquiera sabía si alguna vez había estado enamorado de mí, que ni siquiera estaba al tanto de lo que yo sentía.

Finalmente, tuve dos encuentros casuales con él: el primero, fui a patinar a Palermo con una amiga. Cuando nos volvíamos, me lo crucé. Yo, toda chivada, despeinada, con los patines en la mano. Él llevaba un bebé en un cochecito. Me dijo que era médico. Me reí como una boluda. Me miró con lástima y cada uno siguió su camino. Cuando llegué a mi casa, estallé en una carcajada al recordar el encuentro. Me bañé y salí a cenar con el que hoy es mi marido.

La segunda vez fue en la fila del banco. Yo estaba con mi marido. Los presenté. Le pregunté algo tan pelotudo como “¿seguís siendo médico?”. Esta vez tuve dos miradas masculinas sintiendo pena por mí. Cuando nos fuimos, mi marido me preguntó: “¿fue novio tuyo?”. Le contesté: “yo quise, pero nunca ocurrió”. Nos besamos. Supe que mi amiga estaba equivocada.

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