A mis 14 años me vi atacada por un desborde
hormonal que no sabía cómo manejar. Vivía entre el miedo y el asombro, todo lo
masculino se me hacía amenazante y a la vez me atraía como la miel a las
moscas. Bueno, no sé si esa es la metáfora más adecuada, pero se entiende,
supongo. Los hombres me daban miedo, pero también me atraían de una forma que
mi cuerpo recién desarrollado no lograba comprender. De repente, todos me
parecían hermosos. Mi mente todavía niña transformaba lo que hoy denominaría
una calentura feroz en una historia de amor, con casamiento e hijos incluidos. No
importaba que la persona en cuestión estuviera casada, fuera un profesor o un
amigo de mi papá. Todos entraban en la categoría “garchables”, pero esas
palabras ni pasaban por mi cabeza en ese momento. Sí por mi cuerpo, claro está.
No lograba entender ni manejar lo que me pasaba. Tampoco sabía a quién
recurrir. En la escuela, donde los prejuicios estaban a la orden del día, no
podía contar con mis amigas, tan reprimidas como yo. Con mis padres, menos
todavía.
En medio de ese vértigo de sensaciones, nos
fuimos de vacaciones al mar. Ahí lo conocí, era un año más chico que yo, y bien
feo. Pero feo de verdad. No podía creer mi suerte. Quería tener un amigo del
que no me fuera a enamorar, y él era perfecto.
Empezamos a salir de noche. Volvíamos tarde.
Al día siguiente, nuestros padres nos despertaban para ir a la playa.
Llegábamos y nos tirábamos en la arena de la carpa a seguir durmiendo, por
supuesto. Si no dábamos más. Fueron los primeros encontronazos con mis padres,
pequeños desacuerdos que irían creciendo a medida que crecíamos todos.
Mi cuerpo me daba mucha vergüenza. Usaba un
buzo y un pantalón arriba de la malla, que me sacaba solo para ir al agua. Iba cubierta
con una toalla, que me sacaba solo para meterme al mar, y me volvía a poner en
cuanto salía.¨
Encima, había ido a una peluquería a cortarme
el pelo, me habían hecho un desastre: un entresacado horrendo. Tengo pelo
ondulado, el entresacado me lo infla mal. Mi mamá, una dulce, me decía
“Medusa”.
Todo esto a él no parecía importarle. Se
sentaba siempre al lado mío. Caminábamos juntos. De a poco empecé a maldecir mi
suerte. Me estaba empezando a gustar. Cada vez más. Las miradas eran cada vez
más intensas. No lo podía creer. ¡Estaba poseída, no se salvaba uno! Después de
varios amagues que no llegaron a término lo que sí llegó a término fueron las
vacaciones.
Pasó a ser el amor de mi vida inmediatamente.
La persona con la que yo iba a debutar (porque ya a esa altura las fantasías
sexuales estaban a la orden del día), casarme, tener hijos y envejecer juntos.
Que no lo viera más era un detalle. Él era para mí. Lo único estable que logré
tener en esa época en la que mi vida se desmoronó completamente. Las relaciones
con mis padres se pusieron cada vez más densas. Mi mente adolescente era un
infierno en plena ebullición.
Empecé a tener mis primeros novios, que
duraban lo que duran los novios a esa edad. Ante cada ruptura, él volvía a mis fantasías. Pasaban los años y yo seguía pensando qué pasaría si lo volviera a ver.
Mis amigas ya estaban hartas de ese amor que era el leit motiv de mi vida. Una vez una me dijo: “¡vas a estar casada y
con hijos y vas a seguir enamorada de él!”. Nos tentamos. De la risa pasé al
llanto. Sentía que mi vida era una mierda y mi situación, patética. Enamorada
de alguien que nunca fue, que ni siquiera sabía si alguna vez había estado
enamorado de mí, que ni siquiera estaba al tanto de lo que yo sentía.
Finalmente, tuve dos encuentros casuales con
él: el primero, fui a patinar a Palermo con una amiga. Cuando nos volvíamos, me
lo crucé. Yo, toda chivada, despeinada, con los patines en la mano. Él llevaba
un bebé en un cochecito. Me dijo que era médico. Me reí como una boluda. Me
miró con lástima y cada uno siguió su camino. Cuando llegué a mi casa, estallé
en una carcajada al recordar el encuentro. Me bañé y salí a cenar con el que
hoy es mi marido.
La segunda vez fue en la fila del banco. Yo
estaba con mi marido. Los presenté. Le pregunté algo tan pelotudo como “¿seguís
siendo médico?”. Esta vez tuve dos miradas masculinas sintiendo pena por mí.
Cuando nos fuimos, mi marido me preguntó: “¿fue novio tuyo?”. Le contesté: “yo
quise, pero nunca ocurrió”. Nos besamos. Supe que mi amiga estaba equivocada.
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