domingo, 15 de noviembre de 2020

Cuidado con lo que hacés

 No pude callar el grito. Ahí estaba Godofredo. Su cuerpito exangüe, después de haber dado una dura batalla por sobrevivir. Clavado con crueldad a una cruz hecha con un par de perchas, lo que lo obligaba a adoptar una posición extraña, como de alguien que padeciera escoliosis, o sifosis, o alguna de esas malformaciones en la columna.

Parecía una burla del destino. Godofredo había sido un regalo de mi exmarido, en alguno de sus momentos de culpa por todos los cuernos me había metido durante el matrimonio. Me lo regaló con ese nombre horrible ya elegido y todo. Me dijo que Godofredo significaba protección de los dioses, y que si bien ya no estábamos juntos, él me deseaba lo mejor y quería que yo estuviera protegida. No supe si agradecerle o putearlo. Primero porque me sentía mucho más protegida estando si él. Sin mi ex, digo. Y sin Godofredo también. Segundo, porque no me gustan los animales, nunca quise tener uno cuando estábamos juntos por lo que no entendí si era su típica falta de registro hacia mis sentimientos o lisa y llanamente su venganza por haber tomado las riendas de mi vida y decidido que el hecho de que se hubiera acostado con casi la mitad del sector femenino de mi familia ya era suficiente para mí. Pero el bicho no tenía la culpa y me miraba con una ternura que me derritió. Paradójicamente, viniendo de mi ex, los perros son el emblema de la fidelidad, así que no tuve más remedio que aceptarlo en mi nueva vida.
Verlo así, muerto de esa forma, sin entender quién podría haber hecho algo semejante, fue devastador. Fui a la cocina y me preparé un sándwich de mortadela para superar la muerte del animalito. Abrí una lata de cerveza que me tomé de un solo trago. El alcohol no es lo mío, así que al toque fui al baño. No me decidía en los pasos a seguir: hacer pis y vomitar, eso seguro. Lo que no me quedaba claro era el orden, porque además estaba un poco mareada y con unas terribles ganas de acostarme a dormir. No lo dije, pero la cerveza me da mucho sueño. Una vez resuelto el tema de qué líquido expulsar primero de mi cuerpo, más liviana, pasé por el living evitando mirar a Godofredo, que seguía ahí, colgado de la pared en su cruz, como un Jesús del mundo mascotil. Antes de que me agarraran náuseas otra vez, me acosté a dormir.
Me desperté a las cuatro horas, con el ferviente deseo de que todo hubiera sido un mal sueño y Godofredo no estuviera ahí. No sabía qué hacer con él. No me quería ni acercar. Confieso que tenía la ilusión de que si esperaba tres días iba a resucitar y despertarme a lengüetazos como era su asquerosa costumbre. Mi exmarido sí que sabía cómo molestarme.
En ese estado alterado abrí mi casilla de mensajes de mails. Tenía un montón de mensajes atrasados, pero hubo uno que particularmente me llamó la atención porque me lo había mandado yo misma. Lo abrí, sorprendida: “cuidado con lo que hacés”, decía.
Me respondí: “obvio, yo siempre tengo cuidado con lo que hago, muchas gracias por avisarme de todos modos”. Lo envié. Chequeé el resto de los mensajes y me fui a resolver qué hacía con el pobre Godofredo.

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