lunes, 16 de noviembre de 2020

Hansel y Gretel, el juicio final

 

El oficial trajo a los acusados, que entraron tomados de la mano. En cuanto atravesaron la puerta, ella apuntó los ojos directamente a mis pies, que estaban sobre el escritorio. Es una pose que tengo tan interiorizada que no la registro. Los bajé enseguida. Se sentaron cada uno en una silla del otro lado del escritorio enfrente mío.

– ¡No había otra solución, oficial! Consideramos que los niños eran lo suficientemente vivos como para sobrevivir por ellos mismos, así que fuimos al bosque y los abandonamos allí. Consideramos que iban a estar bien– la madrastra fue la primera en hablar.

El hecho de que los niños tuvieran cinco y siete años parecía ser un detalle para ella, nada para tener en cuenta. Eso no lo consideraron, se ve.

– Yo no quería abandonarlos – dijo el padre. El dedo índice cortó el aire al señalarla –¡Ella me convenció!

–Ah, ahora resulta que la bruja soy yo, ¿no? ¡No te lo voy a permitir, Alfredo! ¡Vos estuviste de acuerdo!

–Disculpame, Amalia, pero cuando a vos se te mete una idea en la cabeza es imposible decirte que no, no lo niegues.

Empezaron a pelearse entre ellos. Le pedí al oficial que se los llevara de una vez.

El oficial vino con el niño y la niña, uno en cada mano. Le pedí que les trajera una taza de chocolate con vainillas.

– Muchas gracias– dijo el niño– con las vainillas está bien. Ya estamos llenísimos de chocolate.

Les pregunté qué había pasado ese día.

–Mi hermano escuchó una conversación entre nuestro padre y nuestra madrastra.

–Hablaban de dejarnos abandonados en el bosque.

La niña se puso a llorar. El niño la abrazó y siguió hablando:

–Le dije que no se preocupara, que yo iba a tirar miguitas del pan que siempre nos dan, para poder encontrar el camino de vuelta a casa.

–Mi hermano es muy inteligente–dijo la niña con orgullo– pero no nos dimos cuenta de que los pajaritos se iban a comer las migas de pan. Y nos perdimos en el bosque.

La niña lloró más fuerte. Yo no la aguantaba más. El niño tenía una paciencia admirable. Les dije que terminaran de comer las vainillas y le pedí al oficial que se los llevara y trajera a la otra acusada.

–No puedo creer cómo se me escaparon esos pilluelos– la voz chillona retumbó en toda la sala.

Una vez que superé ese sonido, pude observar a una mujer mayor, con un vestido negro suelto que le daba a todo el conjunto la forma de una bola de billar gigante, de la que sobresalía una cabecita chiquita con pelos pajosos de color amarillo y una verruga en la punta de la nariz.

– Por favor, cuénteme lo que pasó– dije, y recé para mis adentros que el olor a podrido que de pronto inundó la sala no tuviera su origen en un pedo de la señora.

Miré al taquígrafo y noté un atisbo de náuseas en su cara, que corroboraba mi sensación y mi temor.

–Encontré a esos pobres niñitos perdidos en el bosque. El destino me los mandó, pensé. Y los invité a mi casa. La niña me volvía loca con su llanto así que la hice mi sirvienta. Le dije que cocinara para engordar al hermano para comérmelo. Y que si no me obedecía y seguía llorando me la iba a comer a ella también. ¡Pero ese niño no engorda ni aunque se coma una casa de chocolate entera!

La señora se puso a llorar. ¡Ya era el colmo! El taquígrafo me miraba implorando piedad. Había sido una jornada intensa y estábamos los dos agotados.

Le dije al oficial que se llevara a la señora y nos fuimos, el taquígrafo y yo, a un after office para relajarnos y terminar el día con una cerveza y una picada. Nos lo merecíamos. al día siguiente nos tocaba interrogar a los pajaritos del bosque, que todos sabemos que son de hablar mucho e interrumpirse entre ellos. Iba a ser una tarea difícil.

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