miércoles, 16 de diciembre de 2020

Terremoto

 

Buenos Aires, 1978

    Sentía que se ahogaba. Caía cada vez más hondo y no podía respirar. La despertó su padre.

-         -  ¡Terremoto!- gritó- ¡tenemos que salir a la calle!

Todavía dormida, se levantó de la cama.

-         ¡Por el ascensor no! ¡Bajemos por la escalera!

-            Los vecinos corrían escaleras abajo. Laura y su familia se sumaron al grupo. Se oían llantos y gritos. Algunos bajaban con sus mascotas, lo que sumaba más confusión a la situación ya de por sí confusa. Otros, más materialistas, iban con sus pertenencias a cuestas. Los más valientes, o desesperados, ya en los pisos más bajos, se tiraban por el pasamano de la escalera. Un niño lloraba, solo en un rincón. Laura lo agarró para sacarlo de ahí. El pequeño no quería ir con ella, pedía por su mamá, que apareció justo en ese momento. Había quedado trabada en el tumulto de gente que bajaba apresurada. Salieron todos a la calle. Quedaron parados en medio de la avenida. Era casi madrugada y no pasaban autos a esa hora. Además, las veredas no eran seguras con los edificios que se tambaleaban por la fuerza del sismo. Laura se sentía en el centro de una película de catástrofe.  Escuchaba el griterío general, la angustia de no entender lo que pasaba.

    La mamá la abrazó. Era raro sentir ese calor en medio de tanta incertidumbre. Nadie sabía muy bien qué hacer.

    De repente se hizo silencio. Todos miraron hacia arriba, hacia donde los edificios cortaban el cielo de la mañana. Ya no se movían. Ni rastros del terremoto.

-         Dicen que en Chile fue terrible, se sintió muy fuerte- comentó alguien.

-           -Y sí, si también lo sentimos nosotros, tiene que haber sido tremendo – contestó alguien más. 

    Laura tenía diez años y este era su primer terremoto. En Argentina no pasa casi nunca. Este fue en Chile, y se sintió hasta Buenos Aires.

-           -Bueno, parece que ya pasó – dijo otro.

    El grupo se fue dispersando, cada uno volvía para su casa. Laura y su familia también.

    La brisa de la mañana sobre su cuerpo le hizo darse cuenta de algo que no había registrado en medio del apuro con el que fue obligada a salir. Tenía la parte de abajo del pijama nada más, un short. Al calor de la noche se había sacado la remera. Y así bajó. Nadie notó nada, en medio de la vorágine. Solo ella, una vez que todo hubo terminado, tomó conciencia, por primera vez, de los pechos que apenas asomaban. De su desnudez. Se cruzó de brazos para poder taparlos disimuladamente, mientras volvía para su casa.

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