Las 16 semanas habían
sido con pérdidas. Le habían aconsejado reposo, pero la Tana no sabía lo que
era eso. También le habían aconsejado no hacerse problema, pero nadie le había
dicho cómo hacer para evitar el insomnio, el trabajo que se le acumulaba. No
sabía cómo, pero el tiempo pasaba volando y no hacía nada. Y cuando por fin
lograba concentrarse en el trabajo, las náuseas o un dolor de cabeza fuertísimo
la dejaban agotada y lo único que podía hacer era tirarse en la cama y dormir.
Eso si las ganas de hacer pis no la despertaban.
Esa mañana, cuando
fue al baño vio que estaba indispuesta. Algo no anda bien, pensó.
Fueron con Rulo a la
guardia. Le hicieron una ecografía. El bebé estaba bien. La placenta, previa.
Adiós a sus planes de saber cómo sería tener un parto normal.
—Bueno, vas a cesárea y listo — Rulo interrumpió sus pensamientos.
—Es increíble, pensás como un médico — le
dijo el técnico con orgullo, contento de que hubiera alguien racional ahí, no
como la loca tirada en la camilla con las piernas abiertas que no sabía a quién
de los dos matar primero.
Esa tarde intentó dormir para no pensar
demasiado. Le dolía mucho la panza, sentía retortijones a cada rato. El dolor
era cada vez más intenso. Se puso en posición fetal a ver si con eso lo
atenuaba un poco, y ahí sintió cómo algo se le desgarraba por dentro. La sangre
empezó a salir a borbotones. Manchó todas las sábanas. Asustada fue al baño,
mientras Rulo llamaba al obstetra. Se sentó en el inodoro y se puso un algodón
para frenar la hemorragia, al instante quedó impregnado de
sangre, como un protector menstrual pasado. Cuando pensó que las cosas no
podían ponerse peor, sintió algo que se le resbalaba por el canal de parto y
quedaba colgando entre sus piernas, sin llegar a caer al inodoro. Esto no me
puede estar pasando, pensó. No se animaba a mirar. Estiró el momento lo más que
pudo, pero no quedaba otra. Con resquemor, abrió las piernas y vio al embrión
colgando de culo de un hilito que salía de su cuerpo. Se le escapó un sonido
gutural, entre el grito y el llanto. Rulo preguntó desesperado qué había
pasado.
—¡Lo tengo colgando! — la
Tana no se reconoció la voz.
Rulo le pasó el teléfono. El obstetra
estaba del otro lado.
—¡Lo tengo colgando! —
repitió.
—Envolvelo en una toalla y andá
para la guardia.
Se tomaron un taxi. Llegaron a la
clínica. La Tana le pasó la credencial a una recepcionista que no parecía
entender demasiado.
—Subí al primer piso que te van a
hacer una ecografía.
—¡Pero lo tengo colgando! ¡Quiero que me lo saquen!
—No sé, a mí me dijeron que subas
al primer piso.
—Dale, subamos —Rulo le
pasó el brazo por encima del hombro y subieron por el ascensor.
Rulo finalmente logró comunicarse otra
vez con el obstetra, que estaba en otra emergencia en otro lado. La obstetra de
guardia también estaba ocupada.
—¿Para qué le van a hacer una
ecografía? —preguntó el obstetra.
—Eso es lo que les dijimos, pero
no nos dan bola—contestó Rulo.
A la hora llegó la ecógrafa.
—Escuchame— dijo la Tana, —tengo
el feto colgando. Si vos querés, yo me bajo el pantalón, pero es todo tuyo, yo
no quiero ni verlo.
—Ya vuelvo—dijo la
ecógrafa.
Al rato unos enfermeros pusieron a la
Tana en una camilla y la transladaron a otra sala. La acostaron en otra
camilla. Vino la obstetra de guarda, le dijo que se sacara el pantalón y cortó
el cordoncito como si fuera un hilo de coser. Llegó el obstetra. Ordenó que la
llevaran a quirófano porque había que sacar la placenta.
Cuando la Tana se despertó de la
anestesia ya todo se había terminado.
Volvieron en taxi, en silencio, tomados
de la mano.
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