lunes, 11 de octubre de 2021

Marcas

 

Tendría tres o cuatro años. Era verano. Hacía mucho, pero mucho calor.

Sobre la mesada de la cocina la tapa de una olla fría prometía cierto alivio. Apoyé el dorso de la mano sin dudar, anticipando el frescor.

Tardé un segundo en darme cuenta de que la tapa de la olla hervía y otro segundo en sacar mi mano de ahí, sorprendida y traicionada.

No le quise decir a nadie, un poco por miedo de haber hecho algo malo, aunque no sabía muy bien qué, otro poco por vergüenza, lo que comprueba que ya de chiquita me sentía una boluda sin serlo. Con cierta molestia en la mano, leve, me fui a sentar en un puf que teníamos en el living, me recosté quieta y en silencio, todavía en shock.

La quemadura se fue haciendo cada vez más profunda hasta que no me quedó otra que contarle a mi mamá.

Lo siguiente que recuerdo es visitas al médico, ungüentos varios y mi mano con un vendaje que se pegoteaba al querer cambiarlo. Lo que se veía cuando lograban sacarlo a pesar de mis gritos era algo similar a una torta de ricota aplastada.

En algún momento me curé. Por mucho tiempo, al exponerme al sol, me aparecían tres manchas en el dorso de la mano, como recordatorio de esa experiencia de mi infancia.

Hoy no las veo más. De hecho, no me acuerdo en qué mano fue. Habrán desaparecido con el tiempo o quedaron confundidas entre otras marcas que la vida, y la edad, me fueron dejando.

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