Tendría tres o
cuatro años. Era verano. Hacía mucho, pero mucho calor.
Sobre la mesada
de la cocina la tapa de una olla fría prometía cierto alivio. Apoyé el dorso de
la mano sin dudar, anticipando el frescor.
Tardé un segundo
en darme cuenta de que la tapa de la olla hervía y otro segundo en sacar mi
mano de ahí, sorprendida y traicionada.
No le quise
decir a nadie, un poco por miedo de haber hecho algo malo, aunque no sabía muy
bien qué, otro poco por vergüenza, lo que comprueba que ya de chiquita me sentía
una boluda sin serlo. Con cierta molestia en la mano, leve, me fui a sentar en
un puf que teníamos en el living, me recosté quieta y en silencio, todavía en
shock.
La quemadura se
fue haciendo cada vez más profunda hasta que no me quedó otra que contarle a mi
mamá.
Lo siguiente que
recuerdo es visitas al médico, ungüentos varios y mi mano con un vendaje que se
pegoteaba al querer cambiarlo. Lo que se veía cuando lograban sacarlo a pesar
de mis gritos era algo similar a una torta de ricota aplastada.
En algún momento
me curé. Por mucho tiempo, al exponerme al sol, me aparecían tres manchas en el
dorso de la mano, como recordatorio de esa experiencia de mi infancia.
Hoy no las veo
más. De hecho, no me acuerdo en qué mano fue. Habrán desaparecido con el tiempo
o quedaron confundidas entre otras marcas que la vida, y la edad, me fueron
dejando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario