Redondo, redondo, barril sin
fondo, pensaba y se reía. Redonda la pileta, la de los chicos. Con un buen
diámetro pero no muy profunda. Las cinco grandulonas habían tomado posesión.
Chapoteaban en el agua que seguramente alguna de ellas también había
contribuido a entibiar.
El juego era así: una cerraba los
ojos y tenía que atrapar a alguna otra. Las demás la tocaban, chapoteaban
alrededor, la llamaban y se cambiaban de lugar para confundirla o simplemente
hacían silencio. La cazadora se movía por el agua y cuando atrapaba a alguna
presa, esta se convertía en la siguiente cazadora.
La atraparon, cerró los ojos y
empezó a dar vueltas por la pileta, escuchaba de fondo los ruidos de alrededor
mezclados con los chapoteos en el agua. El silencio a veces. Se tiraba para
adelante y sentía como el agua le golpeaba el pecho. Cada tanto tocaba a alguna
pero no llegaba a atraparla. No sabe cuánto tiempo estuvo así. Los sonidos se
le confundían, no sabía en qué parte de la pileta estaba. Quería abrir los
ojos, pero tenía miedo de que la llamaran tramposa. Eso nunca. Sintió que le
tocaban el hombro.
—Nena, nena.
Siguió chapoteando, buscando a
sus amigas. Los ojos cerrados.
—Nena.
Abrió los ojos. Vio unos ojos
marrones que la miraban profundo. No
entendía.
—Se fueron todas —le
dijo, haciendo un movimiento con el brazo que abarcaba todo el espacio —,
mirá, se fueron.
Las mejillas le ardieron. Miró
para todos lados, no le importaba dónde estaban las demás, ya no le interesaba
encontrarlas. Lo único que quería era que nadie más se hubiera dado cuenta de
que la habían dejado sola.
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