Cuaderno y birome en la cartera. Atenta a las
personas, las ropas, las miradas. Cada gesto es una historia. A escribirlo
todo. Ojo testigo. Lapicera que retrata el instante.
Quiero quedarme en casa. Escucho las peleas de
mis vecinos, los pocos autos que pasan, el silencio de los muertos que
descansan a pocos metros. En paz lo dudo, el bar de Rodney aturde con sus
bandas de rock ignotas pero entusiastas.
No quiero salir. El afuera es ruidoso,
violento.
Pero tengo que salir. Varios colectivos no
paran. Estoy tan perdida en esta nueva normalidad que ni logro enojarme. Me
pregunto si habrá un límite de gente que puede subir. Tampoco van llenos. Sí
apurados, quién sabe a dónde. O locos. Como el mundo.
El colectivero insulta a una ciclista con más
bronca de la que la situación amerita.
No quiero salir, tengo miedo de perder mi
espacio de escritora, algo interno que no es físico ni lo puedo definir, tengo
miedo de perderlo, le cuento a la persona que mejor podía escucharme. Y
entenderme.
Nos pasa a todos, me responde, salí como
escritora.
Eso hice.
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