Voy todos los días a un jardín que se llama
Pulgarcito. Hay juegos y tengo amigos.
Un día, volvíamos del jardín con Carolina y
sus hermanos. No sé por qué ese día me vino a buscar mi mamá. Se ve que
Angélica tenía que hacer otras cosas. Mi mamá y la mamá de Caro hablaban sin
parar, y nosotras nos trepábamos y saltábamos todos los escalones y bajaditas
que había en el camino.
Y llegamos a la estación de tren, que es
donde tenemos que doblar porque ya no se puede seguir por ahí, hay que doblar.
Con Angélica siempre caminamos por el andén. Me encanta. Pero mi mamá, en lugar
de subir al andén, eligió ir por la
vereda de abajo. Le pedí subir y me dijo que no. Seguimos caminando. Yo quería
subir, estar bien alto. Caminaba y miraba para arriba, a la gente que esperaba
el tren. La siguiente escalera no me aguanté y subí.
De repente estaba donde quería estar. Mi mamá
me corría atrás. Empecé a correr yo también. La gente pasaba a mis costados
como en los dibujitos cuando se mueven todos rápido. Aunque la que me movía era
yo. Rapidísimo. No sé cuánto tiempo estuve así, pero ya no vi más a mi mamá, y
dejé de correr. Estaba feliz, caminando por el andén. Caminaba junto con todos
los demás, yo sola, ya era grande.
De repente sentí el sacudón en el hombro,
casi me caigo al suelo de la fuerza con la que me agarró. Después vino la
cachetada y el abrazo.
Yo no entendía nada.
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