viernes, 25 de septiembre de 2020

El tatuaje

 


“No haréis incisiones en vuestra carne por los muertos; ni os haréis tatuaje”. (Levítico 19:28).

 

Desde chica me llamaron la atención los tatuajes. Me quedaba mirándolos fascinada, con una mezcla de admiración y rechazo. La idea de algo tan definitivo no me terminaba de convencer.

 

Mi mamá no solo estaba en contra. Rechazaba de plano la idea. Le preocupaba el hecho de que a su hija no le permitieran ser enterrada en un cementerio judío por el hecho de tener uno. Nunca supe si eso era realmente así, tampoco me preocupaba mucho el tema. En ese momento vivía con mis padres, así que el tatuaje quedaba fuera de toda cuestión.

 

Años después me fui a vivir sola. Una amiga se tatuó el nombre de su marido. Yo no lo podía creer. Si bien tatuarse el nombre del ser amado me parecía un acto demasiado optimista, me fascinaban esas letras en negro que mi amiga tenía ahora en el hombro. El marido, en un amoroso gesto que podría haberse tomado como presagio de la relación, le dijo que estaba loca. Tengo que confesar que nosotras, sus amigas, pensábamos lo mismo. Cuando se separaron, y ante la imposibilidad de sacarse el nombre de encima, cosa que había logrado con el ahora exmarido, se hizo dibujar un tigre que tapara las letras.

 

Con el tiempo, amigas que ni me imaginaba me sorprendían mostrándome cómo habían tomado la decisión que yo postergaba. Una se había hecho un sol en el hombro, otra una tobillera de flores, y otra hasta se había hecho un anillo en un dedo. Los miraba extasiada y a todas les preguntaba lo mismo: ¿duele? Por supuesto, la respuesta dependía de cada persona. Y no lo iba a saber hasta que lo experimentara yo misma.

 

También estaban mis prejuicios, sentía que ya era grande para semejante locura.

 

Mucho antes de la cuarentena tomé la decisión de no teñirme más y dejar mis rulos al viento. Pero cuando iba a la peluquería, ese tiempo de prelibertad, como lo llamo yo, Gabriel, uno de los peluqueros, exhibía tatuajes hasta en los dedos de los pies. Rubén, su pareja, me decía que de grande era mejor, porque uno ya sabía bien qué se quería hacer en la piel, que tenía ideas más claras. Ahí me di cuenta de que nunca había pensado qué ni dónde quería tatuarme. Se ve que tenía que esperar a ser más grande todavía. Si seguía así, iba a terminar tatuándome los nombres de mis nietos. Volví a mi casa sin haber tomado la decisión y oliendo a formol.

 

Otro tema era el precio. Además de mis miedos de que doliera mucho y que no me quedara bien algo que después no se podía sacar, son carísimos. 

 

Un día, una amiga, que ya tenía uno, me mostró otro que le había hecho el hijo. Resulta que el adolescente estaba aprendiendo a tatuar y necesitaba víctimas. El tatuaje que le había hecho a mi amiga era de una prolijidad y buen gusto deliciosos. Solo me cobraba los materiales. Era mi oportunidad.

 

No lo pensé más, y mi familia, que tuvo que aceptar a regañadientes no solo el tatuaje sino que además me lo hiciera un pibe inexperto.

 

Una vez que tomé la decisión, no fue tan fácil la cosa. El adolescente se despertaba después del mediodía y fue complicado coordinar los horarios. Finalmente, lo logramos. Mi amiga me preguntó si no tenía problema en que ella no estuviera. Le dije que no. Y allá fui, a hacerme algo desconocido con una persona con la que no tenía mucho tema de conversación tampoco. Los silencios pesaban como mochila de viaje después de muchas horas. Cada tanto salía un tema trivial, de compromiso, que se terminaba apenas había empezado. Silencio nuevamente. El pibe estaba concentradísimo, trabajaba muy bien, muy prolijo. No lo quería desconcentrar, pero a la vez no sabía qué hacer ni para dónde mirar. Al principio la aguja me hacía cosquillas. Pensé ¿esto era? Con el tiempo, la piel se iba resintiendo y no veía la hora de que terminara de una vez. Me agarró el brazo y revisó a ver si faltaba retocar algo. Yo le dije que así estaba bien. Pero él quería terminar su trabajo de forma profesional. Así que me entregué nuevamente a la tortura leve pero constante. Quedó precioso. Salí aliviada y feliz.

 

Ahora tengo en el cuerpo la flor de loto, que puede crecer y desarrollar su belleza en el medio del lodo.

 

Al tatuaje le falta un retoque. El pibe abandonó su recién estrenado oficio al poco tiempo. Hay alguien que quiere practicar tatuajes, la hija de otra amiga, que me lo va a retocar. También le tengo plena confianza.

 

El otro día tuvimos un Zoom familiar. No sé por qué, salió el tema del judaísmo y los tatuajes. Mi mamá me miró fijo a través de la pantalla. Yo le sostuve la mirada. Me iba a desmutear para responderle y me vi el brazo. No pude evitar la sonrisa que se me apareció en la cara. No le contesté nada.    


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