Corría sin saber por qué.
Se escapaba de algo, o de alguien. Corría desenfrenada, sin cuestionarse ni un
segundo. Raro en ella, que siempre se cuestionaba todo. Siempre tenía un motivo
para sus acciones. Y pronto apareció. Un monstruo la perseguía, una morsa
gigante, de una velocidad increíble. Ella corría, parecía que no avanzaba y que
la morsa la iba a alcanzar en cualquier momento. No sabía si era peligrosa, se
la veía amenazante.
Tampoco entendía dónde
estaba ni por qué ese bicho la perseguía. Por qué, o para qué. Siguió
corriendo. En medio de la neblina, adivinaba los contornos de los árboles. Ella
iba por un camino. Los árboles se entreveían a los costados. Era un paisaje
extraño. Estaba muy cansada. Agotada. Quería parar. Imposible, si quería
escapar de la morsa.
Cuando pensó que se iba a
morir, que el corazón le iba a estallar, sintió el clic de un interruptor y se
dio cuenta de que todo se había terminado. El paisaje era el mismo pero ella lo
sentía como de otra dimensión, había entrado en otra dimensión. La morsa ya no
estaba. ¿Estaré muerta?, pensó. Se relajó.
Empezó a caminar, a
prestar más atención a los distintos verdes, mezclados entre la bruma. Percibió
un vientito ligero y refrescante. Al rato, el camino desembocó en una plaza
llena de juegos. Se subió a una hamaca; hermosa la sensación de ir y volver, y
estar en el mismo lugar. El vértigo del movimiento. Los pensamientos volaban en
su cabeza y ella los dejaba fluir.
Después fue al tobogán.
Era una plaza como las de antes, y el tobogán terminaba en un arenero. Se
deslizó por el tobogán y se hizo una milanesa de arena. Pensó que iba a tener
que bañarse después. Se acordó de que cuando era chica no recuerda quién le
dijo que había gente muy mala que ponía una Gillette en medio del tobogán.
Invisible a la vista, te tirabas confiado y te cortabas. Siempre la asustó
mucho eso. No podía entender tanta maldad. Siguió tirándose de los toboganes,
como si hubiese incorporado ese miedo a la Gillette a la adrenalina de
bajar por el tobogán. Un combo completo. Por suerte, eso que le habían contado
nunca le pasó. Ni a ella ni a nadie conocido. Otra leyenda urbana, quizás.
Fue a los subibajas, miró
para todos lados: no había nadie más con quien jugar. No le importó. Primero se
sentó en el lado que está en el suelo; se paró y saltó. No logró subir mucho
sin otra persona del otro lado para hacer palanca. Empezó a trepar hacia la
parte de arriba. No sentía la inminencia de la caída inevitable, con todo el
peso de su cuerpo, al pasar a la otra punta del subibaja. Miró hacia arriba y
había otra persona sentada, que le sonreía y le ofrecía la mano para ayudarla a
trepar. Ella sintió alivio y mucha alegría de ver a alguien del otro lado. Extendió
confiada la mano. El espanto la atravesó: esa persona se transformó en la
morsa, que de un mordisco le tragó la mano, de otro mordisco el brazo y siguió
hasta engullírsela entera.
Quiso gritar de la
desesperación, no pudo.
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