sábado, 25 de abril de 2020

La morsa y después



Corría sin saber por qué. Se escapaba de algo, o de alguien. Corría desenfrenada, sin cuestionarse ni un segundo. Raro en ella, que siempre se cuestionaba todo. Siempre tenía un motivo para sus acciones. Y pronto apareció. Un monstruo la perseguía, una morsa gigante, de una velocidad increíble. Ella corría, parecía que no avanzaba y que la morsa la iba a alcanzar en cualquier momento. No sabía si era peligrosa, se la veía amenazante.
Tampoco entendía dónde estaba ni por qué ese bicho la perseguía. Por qué, o para qué. Siguió corriendo. En medio de la neblina, adivinaba los contornos de los árboles. Ella iba por un camino. Los árboles se entreveían a los costados. Era un paisaje extraño. Estaba muy cansada. Agotada. Quería parar.  Imposible, si quería escapar de la morsa.
Cuando pensó que se iba a morir, que el corazón le iba a estallar, sintió el clic de un interruptor y se dio cuenta de que todo se había terminado. El paisaje era el mismo pero ella lo sentía como de otra dimensión, había entrado en otra dimensión. La morsa ya no estaba. ¿Estaré muerta?, pensó. Se relajó.
Empezó a caminar, a prestar más atención a los distintos verdes, mezclados entre la bruma. Percibió un vientito ligero y refrescante. Al rato, el camino desembocó en una plaza llena de juegos. Se subió a una hamaca; hermosa la sensación de ir y volver, y estar en el mismo lugar. El vértigo del movimiento. Los pensamientos volaban en su cabeza y ella los dejaba fluir.
Después fue al tobogán. Era una plaza como las de antes, y el tobogán terminaba en un arenero. Se deslizó por el tobogán y se hizo una milanesa de arena. Pensó que iba a tener que bañarse después. Se acordó de que cuando era chica no recuerda quién le dijo que había gente muy mala que ponía una Gillette en medio del tobogán. Invisible a la vista, te tirabas confiado y te cortabas. Siempre la asustó mucho eso. No podía entender tanta maldad. Siguió tirándose de los toboganes, como si hubiese incorporado  ese miedo a la Gillette a la adrenalina de bajar por el tobogán. Un combo completo. Por suerte, eso que le habían contado nunca le pasó. Ni a ella ni a nadie conocido. Otra leyenda urbana, quizás.
Fue a los subibajas, miró para todos lados: no había nadie más con quien jugar. No le importó. Primero se sentó en el lado que está en el suelo; se paró y saltó. No logró subir mucho sin otra persona del otro lado para hacer palanca. Empezó a trepar hacia la parte de arriba. No sentía la inminencia de la caída inevitable, con todo el peso de su cuerpo, al pasar a la otra punta del subibaja. Miró hacia arriba y había otra persona sentada, que le sonreía y le ofrecía la mano para ayudarla a trepar. Ella sintió alivio y mucha alegría de ver a alguien del otro lado. Extendió confiada la mano. El espanto la atravesó: esa persona se transformó en la morsa, que de un mordisco le tragó la mano, de otro mordisco el brazo y siguió hasta engullírsela entera.
Quiso gritar de la desesperación, no pudo.


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