Empecé el domingo saliendo de grupos de whatsapp. Dos diosas
en acción, grupo que hice con una amiga con el objetivo de cuidarnos con la
comida y hacer ejercicio. Inactivo ya no recuerdo hace cuánto. Fracaso
absoluto, el grupo y el resultado. Salir del grupo. Borrar grupo. Cena Rodney,
grupo para alguna reunión en mi casa. Debut y despedida. Después empezamos a
juntarnos en lo de una amiga que vive en la calle Perón. Nuevo grupo: Hoy
Perón. Ese grupo queda, obvio. Cena Rodney se va. Salir del grupo. Borrar grupo.
Coro: salir del grupo, borrar grupo. Capoeira: salir del grupo, borrar grupo.
No me va el zoom para esas actividades. Y mi atención se dispersa con tantos
mensajes. Mi grupo de corredores queda. Amo hacer gimnasia con ellos tres veces
por semana. Son lo más. Grupos laborales quedan, por razones obvias. Aunque en
cualquier momento me animo también con esos.
Pienso que cuando termine la
cuarentena estaría bueno mantener estos cambios, reducir la cantidad de
contactos y actividades. Si algo estoy aprendiendo de todo esto es a poder
hacerme tiempos y espacios para mí, tratar de no seguir la corriente, fluir a
mi ritmo.
Pongo a cargar el celular. Las clases ya las tengo más o
menos armadas, la tecnología cada vez tiene menos secretos para mí, ponele.
Decido escribir, ¿sobre qué podría ser? Pienso que quizás escribir esto que me
está pasando no es una mala idea. Al rato me doy cuenta de que el celular quedó
como reiniciándose. Este se tomó la liberación en serio, pienso.
Mi familia intenta lo que ellos creen que me ayuda, o sea,
solucionar el problema. Yo siento una alegría y un vértigo que se me suben al
corazón. Les digo que no se preocupen. Más allá de un poco de miedo, quizás
algún mensaje realmente importante que pueda no llegar, la felicidad que me produce es increíble. No
tengo nada de ganas de arreglarlo. Creo que lo voy a dejar así.
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