Rulo se quedó dormido y se levantó a las
corridas. Habían pasado seis meses desde su accidente en el baño y recién ahora
podía mover mejor el brazo. Le habían dicho que el hombro es complicado, tenían
razón. Sintió el alivio de haber recuperado una parte de su ser. Ya casi no recordaba,
salvo por algún que otro movimiento, lo que le dolía antes, ni la preocupación
de no poder levantar bien el brazo.
Se estaba por vestir y se acordó de que
no hacía falta, que solo tenía que prender la computadora y empezar a trabajar,
mientras tomaba su desayuno en casa. La cuarentena lo había encontrado en lo de
la Tana y habían tenido que adelantar los tiempos, el proyecto de irse a vivir
juntos. Él estaba feliz. La Tana no parecía tanto. Quién entiende a las
mujeres. Al principio se quejaba de que no hablaban, de que no se comunicaban.
Ahora está siempre ocupada, enfrascada en sus cosas. Cada vez que Rulo quiere
compartir algo con ella, la molesta. No entiende nada, quiere acercarse, pero
nunca lo logra. Sabe que lo mejor sería no darle bola, dejarla hasta que se le
pase. No puede. Se da cuenta de que cada vez la empeora más, pero no lo puede
evitar. La ve mal, y quiere ayudarla. Ella le cuenta algo y él busca la
solución. Ella se enoja. No quiere una solución, quiere que la escuche. Él no
entiende. ¿Para qué le cuenta si no quiere una solución? Con sus amigos es así
cuando tienen un problema. No entiende nada.
El otro día cometió el pecado de
preguntarle si pensaba poner la ropa a lavar en algún momento. ¡Para qué! ¡Se
largó a llorar! Era una pregunta nomás. Tampoco era para que se pusiera así. Le
dijo que siempre le está pidiendo cosas que ella no puede hacer. ¡Lavar la
ropa! ¡Por favor! Ni que fuera tanta ciencia. Cuando ella le dice que falta
algo en la casa, él ni lo piensa. Se pone el barbijo y allá va. Y eso que le
duele el hombro.
Como la otra tarde, no lo pudo evitar,
fue más fuerte que él. Decidió cambiarse el piyama con elefantitos, su
veintiúnico atuendo en esta cuarentena, y vestirse. Se acordó de que la Tana había
dicho que a la noche le gustaría comer chocolate con el café. Pensó en la sobremesa, en el café calentito, el chocolate, charlando y riendo juntos, como antes. Pensó que eso le iba a gustar, que la iba a poner de buen humor. Le dijo que iba a comprar el chocolate y le preguntó si hacía falta algo más. Ella estaba concentradísima en su clase y trabajando al mismo tiempo. No le respondió. Cuando le volvió a preguntar, ¡se
enojó! Rulo no lo podía creer. ¿Qué había hecho mal ahora? Ella se disculpó: no
estaba enojada sino que gritó porque tenía los auriculares puestos. Él siguió embalado con su proyecto de
alegrarla, así que le preguntó si tal chocolate estaba bien. Parece que sí. Fue
a la pieza a buscar un abrigo y salió contento a comprarle.
Por supuesto, no era ese.
Rulo no pega
una.
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