Sería el año 2014, no me
acuerdo bien. Me había agarrado la locura ciclista e iba en la bici a todos
lados. Una bici rodado 28, de las antiguas, con unas ruedas finitas que se me
trababan en cada grieta de la calle. Muy liviana, eso sí.
En ese momento todavía
estudiaba. Cursaba a las siete de la mañana, para horror de mi inutilidad como
persona a esas horas tan inhumanas. Por suerte era un solo día. Así que
agarraba la bici y partía de Chacarita hacia Retiro en medio del frío invernal.
Llegaba transpirada, ataba la bici en el espacio destinado a las bicicletas y
subía a mi clase. Me sentaba y ponía el casco abajo del asiento, en una
canastilla de metal destinada a los apuntes.
Ese día en particular me
pregunté si agarrar más plata, tenía $100 en la billetera. Ya tenía el casco
puesto y había abierto la puerta de calle, así que decidí que con eso estaba
bien.
Empezó la clase y de a poco
me fui despertando. La profesora nos mandó a sacar un montón de fotocopias. En
un recreo me tomé un café con leche con medialunas. Me arrepentí de no haber
agarrado más plata, pero así soy yo: medio naba.
Terminé la clase, agarré la
bici y rumbeé hacia Libertador, a la bicisenda. Ya eran las diez de la mañana,
hacía frío, así que apoyé la bici en un arbolito cerca de la autopista, saqué
mi abrigo de la mochila y la dejé en el piso. Me estaba poniendo el buzo cuando
un tipo se me acercó y me pidió unas monedas.
- No
tengo- le dije.
-
Dale, unas monedas- me dijo.
Ahí vi que tenía un cutter y
que lo pasaba por las ruedas de mi bicicleta. El tiempo empezó a correr de otra
manera, como en un sueño. Sentía los latidos de mi corazón como fondo musical
de esa película a la que había entrado sin tener la más mínima gana.
De repente, no sé de dónde ni cómo, escuché una voz fuerte,
potente y segura. Una voz bien de docente. La mía.
-Te
pido por favor que no me hagas nada- dije,
con acento en "por favor" y la
erre bien marcada.
- No
te voy a hacer nada, pero dame algo.
-¿Plata?
- pregunté estúpidamente. Pensé: "no boluda, tu cuerrrpo". Me reí sola, por suerte no sé
notó. Me pregunté cómo podía estar pensando esas cosas en esos momentos. El
humor, mi eterno aliado, el que me salva siempre.
-Sí,
plata. Y el celular- me
sacó de mis pensamientos.
Tenía un celular nuevo en el
bolsillo del jean. Me habían robado el otro celular el mes anterior, y recién
había recuperado todos los contactos y los audios. En ese momento no conocía la
nube y había perdido años de trabajo, además de un celular de morondanga.
-El
celular no- le dije,
con la misma voz firme que no deja de sorprenderme.
Me miró, evaluó la
situación; juro que sentí que entendió todo. Decidió negociar, parece.
-Bueno,
plata. Pero billetes.
Resignada, agarré la mochila
del piso, como podía haber hecho él y salir corriendo. El semáforo de la avenida
cambió y empezaron a pasar los autos.
-Dale,
apurate- me
dijo.
Había estado trabajando toda
la noche para entregar un trabajo práctico, me movía en cámara lenta. Agarré la
billetera y volví a dejar la mochila en el piso. Vi la poca plata que me
quedaba: $17. Pensé: "este me mata".
-Mucho
no tengo-
dije, alcanzándole mi miserable fortuna.
-Gracias- me dijo, y la agarró. Juro que me dijo "gracias".
-De
nada-
juro que le dije "de nada".
Y se fue.
El tiempo volvió a su ritmo
normal. Agradecí ser tan olvidadiza. Agradecí que no se llevara la mochila con
todos mis apuntes, que valían más que mi vida en esos momentos. Me empecé a
poner el casco, así con la misma energía somnolienta con la que había pasado
todo el episodio. De repente, pensé:
"tarada, rajá de acá lo antes posible. A ver si viene con otros".
Arranqué a pedalear con todas mis fuerzas, hasta que el semáforo de Tagle me
detuvo. Me puse el casco y seguí hasta mi casa.
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