jueves, 25 de junio de 2020

La plaquita (segunda y última parte)

        Ayer fue mi segunda y definitiva visita a la dentista. Todo un evento, porque fui con una amiga. Me preparé: campera y barbijo, y partí a encontrarme con Cármen en Dorrego y Corrientes. Mi marido aprovechó la volada para pedirme que a la vuelta comprara piedritas para la gata. Y quedamos que cuando volviera le mandaba mensaje para que mi hijo nos interceptara en Corrientes y Dorrego, changuito en mano, para ir a buscar la vianda de la escuela. Toda una aventura.

            Llegando a la esquina de la cita, vi venir a Cármen. Nos saludamos con el codo y partimos hacia nuestra caminata. Corrientes llena de gente. Esta vez el camino se me hizo más corto, no hay como una buena charla con una amiga para que el tiempo pase más contento. Cármen me había propuesto volver por la vereda de enfrente, porque tenía que sacar plata del banco. Le dije que sí.

Llegamos temprano a la dentista, así que le mandé mensaje por si ya estaba libre y me podía atender. Me contestó que todavía no había llegado. Ahí fue cuando vimos un Banco Nación enfrente. La fila era inmensa. Cármen partió hacia allí y yo me quedé esperando a la médica, la superheroína portadora de la plaquita de mi felicidad.

            Llegó. Subimos. Ceremonia de desinfección. Prueba de plaquita. La sentí distinta y más tarde, ya en casa, descubriría por qué: es más cortita, no me llega a las encías, queda a mitad de los dientes. Por lo tanto, creo que no va a molestarme en el futuro. Ese descubrimiento me produce un aleluya mental. Como me dijera alguien en su momento: vamos a ponerle fichas esta vez. Es de plástico duro. La dentista me dijo que las blanditas no sirven para nada. Mi mente se llenó de doble sentidos que guardé para mí, por supuesto. Tuve de las dos: duras y blandas. De las plaquitas hablo. Y hasta rompí una. La dura. Paradojas plaqueanas. Un diente la perforó. De todas maneras, la seguí usando hasta que me cansé de ella. La abandoné, así, rota, en un cajón. Seguramente la tiré en algún momento. O la perdí, fiel a mi arraigada costumbre de perder cosas.

            Terminó la prueba y me fui. Con la plaquita puesta, para sorpresa de la dentista y de Cármen cuando me vio. Mi amiga todavía estaba en la fila del banco. La acompañé y cuando sacó la plata nos volvimos caminando. Al rato, me la saqué a través del barbijo y la guarde en la flamante cajita naranja con la que venía. El combo es con la cajita.

            Al llegar a Juan B. Justo llamé al comando de casa para que mi hijo saliera con el changuito a nuestro encuentro. Vimos un bazar chino. Había pantuflas. Hacían juego con mi piyama. Ideal para el estilo negligé de la cuarentena. Antes muerta que sencilla. Me las compré.

            Mi hijo estaba enojado, porque con la compra de pantuflas nos demoramos y nos tuvo que esperar unos eternos cinco minutos.

            Yo me enojé porque no había almorzado y habíamos quedado que mi hijo traía unas empanadas y se habían olvidado. Le mandé whatsapp a mi marido. Su respuesta fue: "perdón, me olvidé. Agarrate algo de la vianda".

            Enfilamos para la escuela. Nos despedimos de Cármen en su casa. Mi amiga salvadora me dio una manzana y una banana, para que no desfalleciera ahí mismo. Mi hijo quedó en volver pronto, a jugar con el hijo de Cármen, compañero de la primaria. La manzana me devolvió el humor. La banana se la comió a la noche mi hija de postre.

            Agarré la vianda, tres bolsas pesadísimas sobre la mesa, listas para llevar sin que haya intercambio humano alguno.

            Comenté con la directora lo hermoso que había estado el acto de la promesa a la bandera online. Al ver a mi hijo, egresado de esa escuela, repitió el "qué grande que está, si lo veo en la calle no lo reconozco" de rigor, de cada vez que vamos a buscar la vianda. Tiene razón, el pibe aumenta su altura a velocidad crucero. Agarró el changuito, le agradecí a la directora, y nos fuimos.

            Pasamos por lo de Cármen otra vez. Los dos adolescentes pasearon al perro y yo seguí hablando con mi amiga, que siempre hay tema. Sobre todo ahora, que nos vemos solo en estas ocasiones, y las aprovechamos como si fueran oro.

            Seguimos hasta casa. Me abalancé sobre las empanadas. La aventura había durado casi tres horas. Por supuesto, fiel a mi estilo, me olvidé de comprar las piedritas para la gata. Mostré la plaquita a la familia. Le saqué una foto y  la guardé en el cajón.

            Estaba ansiosa por estrenarla. Sentí que esta vez podía ser. Sentía que los dientes no lograban juntarse, salvo que yo lo intentara. Las pocas veces que me desperté durante la noche, sentí el mar de mi boca en calma absoluta. Las olas de saliva no habían invadido la plaquita. Todo en orden. Mi marido dice que me escuchó, pero que se quedó tranquilo de que estaba con la plaquita puesta. Yo le creo, aunque ni me enteré. Y eso, para los que saben de qué hablo, vale oro. Mi cara de descansada esta mañana reflejaba las maravillas que puede lograr algo tan chiquito y transparente.

            Después tuve un día de mierda, hasta me peleé con un grupo de adultos que se copiaron en un parcial. Gente grande. Discutidora, además. Un sacerdocio. El zoom me altera incluso cuando todo fluye bien, ni hablar en estas situaciones. Mi cara ya no goza la lozanía con la que empecé el día. Pero ese ya es otro tema.

 

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