miércoles, 24 de junio de 2020

LASMALASPALABRASTRABADAS

Texto escrito junto con Nelson Silva

No exagero cuando digo que conozco un caso que aún hoy la ciencia no puede explicar: así como cuando alguien nace sin conciencia de clase, Lilí había nacido sin insultos. Según estadísticas brindadas por la OMS, una de cada cuarenta millones de personas sufre esta patología, y le tocó a mi amiga.

Al principio nadie se daba cuenta, hasta que, en el jardín, la carencia de insultos en Lilí era el tema en todas las reuniones. No era normal, todos los niños habían empezado a decir sus primeros "puta madle". Los padres de Lilí empezaron a preocuparse

Ya en la primaria, sin que hubieran logrado que emitiera un solo insulto en su vida, decidieron consultar a una médica pediatra especialista en niños que no insultan: una insultiatra. Como no había médicos que se dedicaran a esta enfermedad en nuestro país, contactaron a la Dra. Concha Delmar, que viajó desde Madrid a Buenos Aires. Lo primero que les propuso fue juntarla con los chicos más salvajes de la escuela, a ver si aprendía de ellos. Jamás hubieran imaginado lo que pasó: estas pobres criaturas, luego de hacerse amigos de Lilí, dejaron de insultar, contagiados por su enfermedad. Las maestras se quejaron, porque al no tener que suspender sus lecciones por mal comportamiento, las horas cátedra se les hacían eternas, no sabían qué temas dar. Amenazaron a los padres de Lilí: “Esta chica aprende a insultar, o tendremos que echarla de la escuela, antes de que este terrible mal se propague a otros grados también".

Los padres estaban desesperados; no sabían qué hacer con esa niña.

La adolescencia de la joven se les presentó como la gran oportunidad: si no lograban que insultara en esa etapa de la vida, estarían perdidos. Probaron ser los padres más pesados, no la dejaban salir, ni juntarse con amigos. De tener un novio, ni hablar. La obligaban a estudiar a toda hora. Lilí obedecía.

Consultaron a una especialista en insultos para adolescentes: una insultóloga multilingüe. Después de varias sesiones con la joven, no encontró la forma de que insultara en idioma alguno. Decidió renunciar ante el primer gran fracaso de su vida.

Los padres se preguntaban qué habían hecho mal, en qué habían fallado. Había que llegar al GPS que pudiera hacerle encontrar la forma de transitar las calles del habla impura por fuera de la ciencia médica. Pensaron en pegarle un tiro en la pierna, para que reaccionara sin que esto implicase dañarla demasiado. Desecharon la idea al no ponerse de acuerdo en quién haría el disparo. Hasta consultaron a un fonoaudiólogo, para ver si era un problema de su aparato fonador, que no le permitía emitir juntos los sonidos de una buena puteada. Les dijo que se quedaran tranquilos, que ya iba a insultar. Así que, esperanzados, descartaron la idea de viajar a la provincia de Salta y arrojarla sobre una mata de cardones. Lilí tenía más de 20 años en ese momento, su boca permanecía virgen de malas palabras.

Yo temía que fuese como un volcán en erupción, que un día, en vez de lava, nos tapase con puteadas a todos los que estábamos cerca. Para estudiar bien a fondo el tema y poder ayudar a mi amiga, investigué. Encontré todas las variantes: agravio, injuria, ofensa, ultraje, improperio, denuesto. Practiqué todas las formas posibles de insultarla: adoquina, pazguata, alfeñique, imberbe, mastuerza, mentecata, majadera, cenutria, zoqueta. Una noche se las dije todas, con bronca porque ella no reaccionaba. ¡Me enojaba que no apreciara mis intentos de ayuda! Los insultos que le proferí sonaban genuinos. Veía que mi amiga quería responder, no había caso: las malas palabras se trababan antes de salir de su boca, como el molinete de la estación con la SUBE sin carga. Ya sin fuerzas, me fui a casa rumiando mi derrota. Mi madre me vio tan mal que me dijo: “No te preocupes por esa chica. Todos estos años de haberle ofrendado insultos, no habrán sido en vano. Cuando menos lo esperes, te vas a sorprender: ¡va a putear cuando sea el momento adecuado, vas a ver!”. ¡Una sabia mi madre!

El día que conoció a su marido, fue instantáneo. Lilí había ido a una fiesta invitada por una amiga. No le habían dicho que era una celebración elegante. Ella estaba con unos jeans rotos y el pelo sin arreglar. De repente lo vio y quiso que la tierra se la tragara: “¡Mierda!” dijo. No se reconoció la voz. ¡Su primer insulto! Nunca mierda había sido tan mierda como esa vez. No podía parar, estaba en éxtasis: ¡La reconcha de tu madre, Silvia! ¿Cómo no me avisaste, pelotuda? ¡Garca del orto! ¡Hay un tipo que la rompe y yo con esta facha de imbécil!” Él quedó flechado por sus modales de camionero, sintió que era el trailer perfecto para ella. Ni se imaginó que había sido él quien despertó a la bestia salvaje que había en Lilí. Esa noche se fueron juntos. Pudo conocer a una mujer desatada como potro en el festival de Jesús María. La ropa fue lo que menos les importó. Fue un encuentro sexual muy sucio, colmado de palabras soeces. Quedaron tan enamorados que nunca se separaron a partir de esa noche.

Sin embargo, nos quedaba siempre una terrorífica preocupación, un monstruo que aparecía hasta en los sueños, un terrible ruido en la cabeza, como de habitación de al lado de un albergue transitorio con paredes de Durlock. Por supuesto, nunca se la transmitimos a mi amiga para no empañar su felicidad.

Una noche impensada, llegó el alivio: reunidos en casa, unas palabras inesperadas irrumpieron cual barrabravas de Chacarita: “¡la concha de la lora!”, se escuchó decir, cortando el ambiente cordial con la guillotina del verbo. Por un segundo los presentes sentimos una tensión de aire comprimido irrespirable, como un estornudo en la cola del Rapipago. Mientras mi amiga estaba roja de vergüenza, a los demás nos volvió la respiración: el autor de la cita literaria había sido su pequeñísimo hijo. Suspiramos aliviados: la deficiencia insúltica no era una enfermedad hereditaria.

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