Ayer salí. A la dentista. Una de las delicias que me
trajo esta cuarentena es que de noche aprieto los dientes. Bruxismo, se llama.
Tampoco es cuestión de echarle toda la culpa a la cuarentena, porque lo hacía
de antes. De hecho, venía retrasando hacerme la famosa plaquita, por motivos de
pura pijotería. Además de que ya tuve plaquitas en su debido momento. Conozco
todo el proceso. La primera noche, la
sensación es increíble . Las siguientes, está bueno, pero no es como al
principio. Con el tiempo, despertarme junto a la plaquita es una pesadilla. La
boca llena de baba. El agregado de tener que cepillar la plaquita cuando me
lavo los dientes, porque si no apesta. La siento en la encías. Juego con la
lengua a sacármela y volverla a su lugar, obsesionada en la molestia. Hasta que queda olvidada en algún cajón. Pasa
el tiempo otra vez, e ilusa de mí, creo que la próxima plaquita va a ser "la
plaquita" con la que seremos felices y comeremos perdices.
En eso estaba con la dentista, cuando la cuarentena
interrumpió todos los nuevos amores, incluido el mío. Como todavía no me había
lanzado a sus brazos, o mejor dicho, no había lanzado mis dientes a su armazón
de plástico, no me importó tanto.
La cuarentena avanzó y los dolores de cabeza y de boca al
despertar se hicieron cada vez más intensos. Un par de veces mi marido me
despertó a la noche impresionado por el ruido que hacía con los dientes. Seguía
resistiendo. Plaquita, no pasarás.
A diferencia de otras personas que tienen una gran
necesidad de salir, yo estoy con lo que llaman el síndrome de la cabaña. O sea,
estoy muy cómoda en mi casa, hago todo desde la computadora mientras tomo mate
en pijama. El hecho de haber engordado no me afecta si nadie ajeno a mi familia
me ve. Y renuncié a ver si me entra o no un jean. Para qué, si el pijama se
estira cómplice de mi nuevo estilo negligé. Será patético, pero es la gloria.
El día que desperté y sentí que mis dientes estaban más
chiquitos, como hundidos en las encías me di cuenta de que era el momento. Le
mandé mensaje a la dentista rogando que me contestara que no atendía, que cómo
se me ocurre, que estamos en pandemia. Mis plegarias no fueron escuchadas y
ayer me encontré vestida y con barbijo, pronta a caminar las treinta cuadras
hasta su consultorio. Porque colectivo ni loca y de paso hago ejercicio. Encima hacía un calor de la ostia. No me gusta
el calor. Ya empezamos mal.
Salí a la calle tratando de no hiperventilar. A las pocas
cuadras, me relajé. Empecé a caminar más tranquila. De frente venía un señor
con perro y barbijo. Lo miré para calcular hacia qué lado dirigirme y respetar
la distancia social. El señor me dijo algo a través del barbijo. No le entendí.
Noté esa mirada que todas conocemos bien, esa mirada de perro en celo. El
perro, paradójicamente, estaba normal. ¡El señor me había dicho un piropo! ¡Con
el barbijo puesto! ¡Mientras paseaba al perro! Me tensioné otra vez. La cabeza
me empezó a dar vueltas y mi sentido del humor salió de nuevo en mi rescate.
Pensé que debería felicitarlo por decirme algo en el estado calamitoso en el
que salí. Además estaba con el barbijo yo también. ¿Qué me vio? ¿Este cuerpo
voluptuoso? ¿Este jogging sensual? ¿Este pelo desprolijo? ¿Esta blancura de
muerte que tengo de no ver el sol? Confirmé
mi teoría de que en realidad nada de eso importaba, que su necesidad de decir
una boludez iba más allá de mí. Seguí mi camino.
A las pocas cuadras, vi a una señora que parecía
descompuesta. Una señora grande. Otro señor que vendía no me acuerdo qué,
sentado en la vereda, también la miraba. Le pregunté si sabía si la señora
estaba bien. Me miró sin contestarme. De nuevo esa mirada. Intensa. Me miraba y
no decía nada. Yo esperaba una respuesta. Su cara se transformó en una mueca
obscena. Quedé paralizada. El calor me subió al cuerpo. Una mezcla de vergüenza
y bronca. Una conciencia de mi cuerpo gordo, ganas de que la tierra me tragara
ahí mismo.. No quería dejar a la señora librada a su suerte por culpa de un
pajero. No lo pude resistir. Seguí de
largo. ¡Será de Dios! Me había olvidado de cuántos pelotudos andan por la calle.
Creo que lo hacen a propósito. Si no, no se explica. No
se puede ser tan patético sin entrenar. Pienso en todo lo que nos falta,
todavía.
Mientras caminaba me dije a
mí misma: se va a caer. Y seguí mi camino.
La visita a la dentista no pasó de ser como cualquier
visita a la dentista. La ceremonia de desinfección, como todas las ceremonias
de desinfección cada vez que entro a un supermercado o a mi casa, cuando vuelvo
de alguna de esas "jodas locas", como llamo a estas salidas
necesarias. Planazo, como nos reímos entre amigas.
A la vuelta no tuve inconvenientes, por suerte. Caminé
tranquila.
La dentista ya tiene un bello molde de mis dientes. La
semana que viene me toca ir otra vez. A buscar mi plaquita.
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