Su mente adolescente y
desquiciada imaginaba suicidios, todos justificadísimos. Los motivos iban desde
que alguien le contestara mal a que alguna profesora le pusiera una mala nota
en una materia. Sus padres eran el blanco favorito de sus intenciones
suicidatorias, como no podía ser de otra manera. Todos sus planes iban
dedicados, con carta de despedida y todo, para que los depositarios de todas
sus frustraciones adolescentes supieran claramente que ellos habían sido el
motivo de su fatal decisión, para que reflexionaran y se arrepintieran de todo lo que le habían hecho.
Un domingo, día más que
propicio para estos cavilares, se dio cuenta de que la idea había tomado una
consistencia insoportablemente real. Pensó las distintas formas de llevar a
cabo su cometido, sopesó los pros y las contras de cada uno. Si hubiera alguna
forma de no sufrir, de que no hubiera dolor físico, ya lo habría hecho, pero
era muy cobarde y le tenía mucho miedo al dolor, por lo que llevar a cabo sus
planes se le hacía difícil. Si solo conociera alguna forma que no doliese…
Lo que en principio solo era
una idea con la que coqueteaba se volvió tan real que se asustó; era solo dar
ese paso. Y ya está. Ya iban a ver todos,
ya se iban a dar cuenta del daño que habían causado con su insensibilidad. Tenía
todo pensado, ya estaba ahí.
Por suerte, esta vez su
mente desquiciada y adolescente salió rauda al rescate. De pronto se acordó de
que el lunes iba a ver Detrás de las noticias con una amiga, el martes Hombre
mirando al sudeste con un amigo, y el miércoles, Gaby, la historia de una chica
paralítica, con otro amigo.
Bueno, se dijo, entonces el
jueves me suicido.
Estalló en una carcajada.
Poco serio lo suyo. Alguien que se suicida no lo posterga para ir al cine, pensó.
No podía parar de reírse ante lo bizarro de la situación.
La adolescencia es una etapa
muy difícil.
Y el arte salva, muchas
veces.
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