viernes, 17 de julio de 2020

Mi abuela era un lobo feroz

   Llegué tarde al reparto de abuelas. Me tocó la peor. Mi abuela era un lobo feroz. Un demonio de Tasmania. Toda la maldad concentrada en un sola persona. El día que repartieron la mala leche llegó primera y se la acaparó toda. Si no, no se explica.
    Cuando nací, mientras todo el mundo estaba fascinado con la primera bebé de la familia, le dijo a mi mamá que yo era una criatura horrible, que evidentemente había sido creada en un momento de poca inspiración por parte de mis padres. Un polvo triste, bah. No sé si dijo esas exactas palabras, pero podría haberlas dicho perfectamente. Porque además de mala conmigo, era mala con su hijo, mi papá. Era mala con todos. Era mala. Punto.
    La maldad se le escapaba por cada poro de su piel. Le chorreaba por la saliva cada vez que abría la boca y sus colmillos asomaban, listos para la mordedura fatal. Sus palabras ardían en la cara cuando nos elegía como destinatarios de su manía destructora de seres sensibles. Se la veía feliz y radiante después de lanzarnos su incontinencia verbal diabólica, su sentencia mortal.
    Era tan refinada en su maldad, que a veces hacía algo bueno para disimular. Era famosa por las tortas de cumpleaños que nos hacía a cada miembro de la familia para la ocasión. Todos desesperábamos por las tortas de mi abuela. Amigos que nunca tuve se me acercaban para la fecha, solo para ser invitados a comer semejante manjar. Al que le pedía la receta se la daba mal a propósito, para que nadie más que ella pudiera hacer esa torta, y llevarse el secreto a la tumba; para que nadie más pudiera disfrutar de ese néctar y ambrosía de los dioses una vez que ella y su cruel personalidad no estuvieran más en este mundo.
    Se sentía impune de toda impunidad. Luego de que un novio dejara de llamarme de un día para el otro, me enteré de que le había dicho que no le gustaba para mí, que no entendía cómo yo podía darle bola a un adefesio como él. Fueron sus textuales palabras. ¡Me lo contó ella misma, con orgullo! Como si fuera mi salvadora. Como si tuviera que agradecerle haberme protegido de caer en las garras de un zopenco como aquel. Ni hace falta que aclare que yo amaba al zopenco y que tuve que hacer terapia muchos años para reparar esa pérdida. No hubo forma de que entendiera el daño que había provocado, ella seguía insistiendo en su heroicidad. Que después me reclamara la falta de novio y su preocupación por mi eterna soltería, todo el tiempo y a toda hora, era un detalle que no tenía nada que ver con su accionar maléfico.
    Tampoco se privaba de decirme lo gorda o lo fea o lo mal vestida que estaba cada vez que podía (y podía mucho), algo que yo tenía que agradecer, porque lo hacía por mi bien. Siempre. Qué duda cabe.
    Mis amigas no entendían por qué yo nunca contaba de paseos con mi abuela, de meriendas con pan y queso y aceitunas, de uvas peladas y sin cáscaras, de noches en la cama juntas mientras mi abuela me leía un cuento, como parecían hacer las abuelas de ellas. Yo nunca tuve un pulover tejido por ella, tampoco. Y no es que no supiera tejer: para qué me iba a hacer algo que de todas maneras no se iba a lucir en mi horrenda figura. No estoy exagerando, esas fueron sus amorosas palabras cuando le pregunté el motivo.
    La gente no entiende por qué tengo todas las versiones de Caperucita Roja, tapa blanda, tapa dura, en distintos tamaños y formas. También películas en video. Nadie entiende mi afición a verlas y leerlas todo el tiempo, esa pasión morbosa con la que espero que al final el lobo se coma a la abuela.

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